Ou 'El Libro de Arena'. Borges e os passos por seu bairro Palermo.
Palermo, Buenos Aires |
Por Jorge Luis Borges
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número
infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el
hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste,
more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es
ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es
verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle
Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró
un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los
vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una
valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo
creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no
duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en
hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
– Vendo biblias – me dijo.
No sin pedantería le contesté:
– En esta casa hay algunas biblias inglesas,
incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera,
la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la
Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
– No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro
sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen
en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo
examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo
Bombay.
– Será del siglo diecinueve – observé.
– No sé. No lo he sabido nunca – fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños.
Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas
a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba
ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras
arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos)
40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con
ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios:
un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
– Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la
voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen.
Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja.
Para ocultar mi desconcierto, le dije:
– Se trata de una versión de la Escritura en
alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
– No – me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
– Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio
de una rupias y de la Biblia.
Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el
Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía
pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de
Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí
con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían
varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
– Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una
voz que no era la mía:
– Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
– No puede ser, pero es. El número de páginas de
este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última.
No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender
que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
– Si el espacio es infinito estamos en cualquier
punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del
tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
– ¿Usted es religioso, sin duda?
– Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara.
Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a
trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le
pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos
días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de
las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor
de Stevenson y de Hume.
– Y de Robbie Burns – corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro
infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
– ¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen
al Museo Británico?
– No. Se lo ofrezco a usted – me replicó, y fijó
una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era
inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había
urdido mi plan.
– Le propongo un canje – le dije -. Usted obtuvo
este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto
de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica.
La heredé de mis padres.
– A black letter Wiclif – murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el
libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
– Trato hecho – me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después
comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro.
No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los
jarls noruegos que las rigieron.
Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto
a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que
había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos
volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la
mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de
ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cual,
elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de
poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no
fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja
misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro,
casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las
tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio.
Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban
dos mil páginas una de otra.
Las fui anotando en una libreta alfabética, que no
tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que
me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era
monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo
percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto
de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de
un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para
ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca
Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del
vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos
y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de
Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a
qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar
por la calle México.