domingo, 15 de julho de 2018

Final

Por Adolfo de Francisco Zea 
(Academia Nacional de Medicina de Colombia) 

El tema de la muerte ha sido preocupación del ser humano a todo lo largo de su evolución. El hombre de Neanderthal, que vivió hace 500.000 años, colocaba ofrendas florales en las tumbas, como lo ha demostrado el estudio de fósiles de especies botánicas florales encontradas en algunos entierros y clasificadas ya con precisión. Y desde los comienzos de las distintas formas de escritura, el tema de la muerte se hizo presente en textos tan antiguos como el Libro de los Muertos de Egipto, la Epopeya de Gilgamesh de la Mesopotamia y las estelas de piedra de antiguas culturas semíticas e indoamericanas. Desde esas épocas hasta la actual se han escrito bibliotecas enteras sobre el fenómeno de la muerte analizándolo desde muy distintos puntos de vista en sus aspectos, biológicos, sociales, culturales y científicos, y se ha estudiado extensamente la actitud del ser humano ante la misma en distintas épocas de la historia.
Son tan diversas las concepciones del hombre sobre la muerte como variadas las actitudes para enfrentarla; si éstas últimas se quisieran analizar en detalle, la magnitud de cualquier estudio que se llevara a cabo sería inmensa. Existe, sin embargo, la posibilidad de abordar el problema, no deteniéndose en los detalles que muestran en la superficie las diversas concepciones, sino explorándolas en profundidad, para tratar de encontrar aquello que pueda ser común a muchas de las actitudes ante la muerte y a muchas de las concepciones sobre la misma.
Son múltiples las concepciones filosóficas, religiosas y científicas sobre la muerte. Un libro de John Dick daba solo tres opciones principales para entender lo que ocurre con la muerte, bien sea la extinción total, o la preservación de la personalidad, o el continuo renacimiento del alma. Esta es sólo una manera de entender la muerte al rededor de la idea de la supervivencia; es en nuestra cultura el modo popular de concebirla y tuvo su origen en una de las grandes tradiciones filosóficas occidentales: el platonismo. Sin embargo, la supervivencia es un tema que se detecta sólo en muy pocas de las diversas concepciones filosóficas sobre la muerte; muchas de ellas no consideran la supervivencia como un valor o no la contemplan como una posibilidad.
Epicuro decía en una famosa sentencia: “Si somos, la muerte no es; si la muerte es, no somos”. De acuerdo a esta sentencia, sólo podemos estar en un lado respecto de la muerte. De éste lado la muerte aún no existe; del otro lado no existe ya la vida. Si la distinción entre la vida y la muerte es tan total, debemos entender que la muerte es el punto en que la vida llega a un fin sin continuidad.
Los filósofos se preguntan si podemos experimentar la muerte. La respuesta que nos da el filósofo Ludwig Wittgenstein, es que podemos experimentarla tanto como podemos ver más allá del campo de la visión. En la total ausencia de luz no vemos la oscuridad, simplemente no vemos nada. No experimentamos la muerte cuando la vida se termina, simplemente no experimentamos. Pero cómo llegamos a saber de la muerte? En qué forma se nos manifiesta? Una respuesta bien obvia es que experimentamos la muerte de otros. Pero qué es la muerte de otros lo que experimentamos como muerte? No estamos hablando de los órganos que cesan en su funciones vitales, sino de las personas, y las personas no se componen solamente de órganos, como las sinfonías no consisten solamente de ondas sonoras. Y así como lo que escuchamos no es un sonido, sino la sinfonía Resurrección de Mahler, no son las funciones orgánicas de los seres que mueren lo que experimentamos como muerte, sino la ruptura irreversible de las conexiones que tenemos con eses seres amados. La muerte tiene el efecto inmediato de revelar esa interconexión con la vida. Con frecuencia ignoramos cuán cercanamente se desarrolla nuestra autocomprensión en relación a otra persona hasta que esa persona ha sido arrebatada por la muerte.
La muerte de los demás, de los seres queridos, y, en el caso de los médicos, la de nuestros pacientes, nos señala nuestra dependencia de la red de conexiones, y a su vez demuestra que la red depende también de nosotros; nuestras relaciones con los demás son siempre recíprocas y se establecen en cierta forma de acuerdo a nuestra libertad. Aquí la muerte nos revela algo paradójico: tenemos la vida por otros y con otros, pero sólo hasta el grado en que participamos libremente en nuestra relación con las personas. En otros términos, nuestra vida no es nuestra en el sentido de que nos pertenezca exclusivamente a nosotros; sin embargo, se vuelve nuestra en la medida en que la compartimos y hacemos de ella un regalo para otros. No es la muerte de otros la que experimentamos como muerte, sino la discontinuidad que la muerte provoca en nuestras propias vidas; y el dolor que sentimos por la muerte de un ser amado significa que la propia continuidad de muestras vidas se destruye o se modifica, como lo ha señalado acertadamente el profesor James P. Carse en su célebre libro “Muerte y Existencia”.
Cuando experimentamos la pérdida de la continuidad por la muerte de otro, la sentimos como algo incoherente, sin sentido. Por qué, nos preguntamos; por qué murió esa persona? En el fondo nos preguntamos para qué existe la vida y cuál es el sentido de nuestra propia vida. A esta experiencia nos referimos habitualmente como una pena. El pasado parece reducirse a cero e incluso el pensamiento pierde su fuerza, su coherencia y su impulso. El llanto es la expresión más adecuada del estado interior de los dolientes y se refleja con amplitud en las prácticas funerarias. En las culturas europeas los dolientes se identifican usando el color negro como el color de la muerte; en las orientales usan el blanco.
Hemos dicho que lo que experimentamos con las muertes ajenas no es la muerte como tal sino la discontinuidad que ella provoca en nuestras vidas. Pero, por otra parte, todo aquello que nos lleve a pensar que nuestra vida se vuelve nada, tiene el poder de la muerte ya que nos confronta con amenazas radicales a la continuidad de nuestras vidas. El concepto de pena se encuentra tratado desde muy diversos enfoques, como Karma o destino, como desesperación o como abandono. Pero la muerte que sentimos como impuesta desde afuera, como algo ajeno y opuesto a nosotros, ante la cual somos impotentes, el reto mismo de la muerte, puede encararse llevando su amenazante discontinuidad a una continuidad más alta. Da la carne a la muerte, es el consejo de los pensadores que sostiene ese punto de vista, y da la otra parte a la vida, a la mente quizás, o al espíritu, o al todo. Puesto que la muerte es un poder, lo que uno logra no es la eliminación de la muerte, sino una forma más alta de libertad capaz de establecer su continuidad a pesar de la muerte. De allí que, en las grandes civilizaciones, las ideas religiosas y las concepciones intelectuales de la historia consideran que la muerte, percibida como una discontinuidad, no es lo que roba su significado a la vida sino lo que hace posible una mayor significación de la vida.
Una rápida revisión del pensamiento que sobre la muerte y la actitud ante ella que han tenido diversas culturas y sistemas religiosos o filosóficos, nos permite encontrar que lo inevitable de la muerte es un núcleo central común a todas esas diversas maneras de pensar; pero también nos señala los diversos significados que ha tenido la muerte para muchos pensadores.
Los griegos de la época homérica pensaban que las almas de los muertos se congregaban como sombras en un lugar gris y opaco, el Hades; el futuro para ellas era ciertamente sombrío. Creían que la verdadera supervivencia era la que se alcanzaba mediante la gloria obtenida en las batallas y en los juegos olímpicos. De allí las imponentes ceremonias fúnebres que se realizaban, y que fueron bien descritas para la posteridad en los funerales de Patroclo y en la manifestación de la gloria de Aquiles; y la suntuosidad de las celebraciones olímpicas en las que los atletas vencedores eran coronados con laureles, tal como Apolo lo había indicado, para mantener la vivencia de la gloria.
Para Platón y los socráticos, sólo el cuerpo podía morir; el alma, debidamente purificada, permanecía intocada a la extinción del cuerpo. Platón consideraba que lo real o la verdad es lo inmutable, y por lo tanto distinto de todo lo temporal, y que el alma debe ser como la verdad para poder conocerla. De allí que diga en las Leyes: “De todas las cosas que un hombre posee, cercanas a los dioses, la más divina y la más suya es el alma”. Pensaba que el alma, siendo inmortal, renacía a la vida muchas veces y acumulaba conocimientos; conocimientos que se perdían al nacer y obligaban al alma a aprender de nuevo. El conocimiento, para Platón, adquiría la calidad de ser importante y poderoso en razón de lo cual podía considerarse como un antídoto contra la muerte. Pero aquellas almas que, en la vida, se ataron a los objetos materiales del mundo, en el pensamiento platónico, no se liberaban totalmente del cuerpo, arrastraban consigo mismo la sombra de su existencia terrenal y no lograban la perfecta unión con la realidad absoluta. Son ellas, al decir de Sócrates, las que retienen una porción de visibilidad y se ven como fantasmas o espíritus cerca de las tumbas y en los cementerios.
La fuerza del pensamiento platónico radica en que evoca el anhelo humano de sobrepasar la muerte, que discute en términos de la calidad indirectamente identificable de la experiencia vivida. Su propuesta es ver la vida como una continuidad infinita; como tal la vida no tiene opuesto. No es la vida contra la muerte; es la vida y no la muerte. Morir, para Platón, es un cambio, es solo abandonar el cuerpo; vivir, es tener residencia eterna en el verdadero conocimiento.
Epicuro, cuya famosa sentencia cité anteriormente, nació en Atenas en el año 341 antes de Cristo, algunos años después de la muerte de Platón y de Sócrates. El principio fundamental del pensamiento de este filósofo es que nada nace de la nada. Pensaba que el universo estaba compuesto de distintas unidades de materia llamadas átomos, incapaces de cambiar y por lo tanto eternas. Creía que los objetos son creados cuando gran número de átomos, provenientes de diferentes direcciones, chocan y continúan rebotando entre sí a gran velocidad hasta formar una masa que exhibe una estabilidad momentánea. Los átomos nunca dejan de moverse en esa masa, pero sus impactos crean una pauta sutil de vibraciones; pensaba que ocasionalmente los átomos se desvían de su camino e hizo en esa forma intervenir el elemento del azar en sus especulaciones y razonamientos atómicos. Para Epicuro, el alma es material y por lo tanto formada por átomos; sólo así es posible que el alma mueva al cuerpo, ya que algo inmaterial no puede influir sobre algo material. En la parte racional del alma, existe una acumulación de átomos muy finos que pueden reflejar las imágenes hacia adelante y hacia atrás entre ellos mismos a velocidades muy altas; allí se origina el pensamiento.
Para Epicuro la vida era un accidente que aparecía por azar sin que nada lo causara, y que terminará también sin que quede ni haya efecto perdurable sobre otra cosa. Ese agregado fortuito de átomos, que para Epicuro constituía la vida, con todo lo extraordinario de una permanencia fugaz, es una mezcla de lo material y lo sutil o etéreo, que recuerda el final del poema de Juan Lozano y Lozano a la Catedral de Colonia que dice así:

Y se piensa delante de su fachada
en alguna cantera evaporada
o en alguna parálisis del viento. 

Esa estructura transitoria y fugaz en el tiempo que es la vida, termina en la muerte por la inevitable dispersión de los átomos. El agente de la muerte no es algo externo a la materia que la dirige en tal o cual forma; es la naturaleza misma de la materia. De esos razonamientos suyos, Epicuro deducía con facilidad sus consejos: no intentar ordenar lo fortuito; dejar que la muerte se adueñe del futuro y vivir el presente eliminando el deseo. En forma muy típica suya, aconsejaba: “Si quieres hacer rico a Pitocles no le des dinero; haz que su deseo de riqueza disminuya”. Frente a la muerte, proponía Epicuro un sereno olvido; vivir el presente y atender sólo a las más rudimentarias funciones de la existencia como la sed y el hambre. “Aquel que enfrenta el mañana con menos necesidades se encontrará con él más alegremente”.
Las anteriores consideraciones nos llevan a pensar en los desarrollos de la ciencia moderna que se inició con las múltiples discusiones divergentes entre mecanicistas y vitalistas. Científicos evidentemente materialistas, como Schrödinger, consideran que algún día las leyes de la física podrán explicar el fenómeno de la vida de la misma manera en que pueden dar cuenta de cualquier fenómeno. Piensa que los átomos deben ostentar iguales características, ya sea que se encuentren en la materia animada o en la inanimada, y que a nivel de átomos no puede haber vida ni muerte; allí sólo impera el riguroso juego de la energía. Jacques Monod, más biólogo y químico que Schrödinger, llega a las mismas conclusiones en su libro “El Azar y la Necesidad”, en el cual considera, con similitud asombrosa a Epicuro, que todo fenómeno vivo o inerte está sujeto simultáneamente al azar y a la necesidad. La vida es distinta de la muerte sólo por el hecho de que, en virtud del azar, ha evolucionado en una variedad de estructuras que tienen la propiedad de reproducirse a sí mismas, junto con un tolerable nivel de un elemento fortuito que se empotra en la estructura reproducida. Morir, entonces, dispersión de los átomos, es el fenómeno natural; vivir, es el milagro, como lo señalara entre nosotros un médico y filósofo, el doctor Luis Zea Uribe.
Epicuro y los modernos filósofos materialistas, se encuentran finalmente en el átomo sobre el que había razonado después de Demócrito, y que los científicos materialistas han estudiado con la ciencia y la tecnología modernas. Tanto para los unos como para los otros la actitud ante la muerte es de serenidad, sin nostalgia ni angustia y sin pensar en la supervivencia del ser individual; anhelando, quizás, que los átomos dispersos alguna vez se congreguen en estructuras que ordenen el azar, y que puedan tal vez tener las características de los seres humanos.
El advenimiento del Cristianismo hace dos mil años, señaló una nueva dimensión a las concepciones que se tenían sobre la muerte en la tradición grecorromana. Cristo buscó una transformación radical del hombre. Pero, como lo ha señalado el teólogo Hans Küng, no se trataba de una transformación al estilo de Sócrates, del progresivo desarrollo del recto pensar en orden al recto obrar; ni al estilo de Confucio, la instrucción y formación del hombre fundamentalmente bueno; y tampoco una transformación por iluminación, al estilo ascético de Gautama Sidharta, quien se convirtió en Buda, el iluminado, para llegar, por ese camino, a la intuición de la causa del sufrimiento, a la eliminación del dolor y finalmente a la propia extinción en el Nirvana. Al dignificar la posición del hombre, Cristo lo colocaba por encima del legalismo, del institucionalismo y del dogmatismo de las antiguas tradiciones judías. La predicación y la praxis de Jesús no respondieron, en absoluto, a las tradicionales expectativas mesiánicas de los fariseos, de los zelotas y de los esenios.
En los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, llamados así porque consisten en una colección de homilías e historias que circularon de manera oral entre los creyentes dos o tres décadas antes de ser escritos, dos son los temas fundamentales: la creencia de Jesús en un Dios único, capaz de proveer todo lo necesario a aquellos que buscan fielmente su justicia, y el amor incondicional para con Dios y para con el prójimo. Su prédica se centraba en enseñar a las personas la adecuada relación con Dios mediante el arrepentimiento, y la adecuada relación de unos con otros a través del perdón. La muerte, en el contexto de los evangelios sinópticos, es ciertamente un hecho inevitable, pero, dentro del panorama de la vida de una persona religiosa, es un hecho infinitamente menos importante que la obediencia a Dios y el amor al prójimo.
Sin embargo, frente a su propia muerte, Jesús experimenta la variedad de emociones que se podrían esperar de un mortal ordinario. Al temor, en sus horas finales, se agregan los sentimientos de traición y abandono por parte de sus amigos. Dice San Lucas en 22:42-44: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; sin embargo, no se haga mi voluntad sino la tuya. Y estando en agonía oraba más intensamente; y fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. Y en Mateo 27:46: “Eli, Eli, lemá sabaktani”, que quiere decir, “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” Esto es más que temor a la muerte; es el temor a que su vida hubiera sido en vano.

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Conferencia en el Departamento de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia.