ÉTICA DA ALEGRIA (FERNANDO SAVATER)
En el principio está la muerte. No hablo del principio del cosmos, ni siquiera del principio del caos, sino del principio de la conciencia humana. Uno se vuelve humano cuando escucha y asume —nunca del todo, siempre a medias— la certeza de la muerte. Hablo por descontado de la muerte propia y de las muertes que nos son propias, la muerte de la individualidad, es decir, de lo insustituible (la individualidad siempre es la propia, aunque incluya como fases o secciones el puñado de individualidad esajenas que por amor o necesidad son también nuestras):la muerte como lo irreparable. Morir de veras es siempre morirme. Es la pérdida irrevocable de lo que soy, no ese accidente que ocurrió a otros en el pasado «que es estación propicia a la muerte», según acotó irónicamente Borges. Morirme es perderme. Igual que el amor es el gran mecanismo individualizador del alma, que dota a la persona amada de esa aura de unicidad irrepetible que Walter Benjamín atribuyó también a ciertas obras de arte, las muertes de los que amo son algo así como ensayos o aperitivos de la mía, sus aledaños previos. El trasfondo ominoso es siempre, empero, la caída del yo, la fulminación inexplicable del individuo único que amo con amor propio. Inexplicable: imagino, vislumbro, fantaseo, pero no sé lo que es morir por mucho que la muerte de lo amado me prevenga. No sé lo que es morir pero sé que voy a morirme. Y nada más. En esa certeza oscura se despierta antes o después nuestra conciencia y allí queda pensativa.
Cuando lo que se espera es la muerte ( y todos los humanos cuando esperan, esperen lo que esperen, esperan también la muerte), la primera y más lógica reacción en el sujeto —un sujeto que primero, durante mucho tiempo, quizá en el fondo siempre, es colectivo y que sólo después, poco a poco, se individualiza o parece individualizarse— consiste en la desesperación. La situación vital de los mortales (es decir, de quienes saben fehaciente y anticipadamenteque van a morir, pues los demás seres vivos mueren pero no son mortales, mueren inmortalmente) resulta desesperada y por tanto no otra cosa que desesperación cabría esperar de ellos. La desesperación, quede bien claro, nada tiene que ver directamente con instintos suicidas ni con afanes enloquecidos de apocalipsis aniquilador. No, la desesperación no es más que el rostro patético del instinto de conservación. Conservarse, sobrevivir: desesperadamente. A los desesperados por sobrevivir —es decir, a los desesperados porque saben que no van a sobrevivir— se les ofrecen mecanismos mortales de supervivencia, como son el miedo, la codicia y el odio.
Estas facetas de la desesperación responden a una estricta —demasiado estricta— lógica de la supervivencia, no a una maligna perversión de la voluntad.¿ El miedo? Nada más justificado que el temor, incluso el pánico, cuando se sabe de cierto que se está amenazado por el mal inexorable de la aniquilación. Lo peor está siempre viniendo hacia nosotros. Todas las precauciones, todas las barreras, todas las exclusiones, todas las fobias responden a la estrategia sobrecogida e inevitable del miedo. ¿La codicia?Primera y esencial derivación de ese pánico. Todo espoco para quien teme de un momento a otro convertirse en nada. Hay que acumular alimentos contra el hambre, armas contra el enemigo, techos y muros contra el rigor de la intemperie, hijos que nos perpetúen, poder social para prevenir el abandono siempre amenazador y peligroso de nuestros congéneres, así como prestigio para retrasar su olvido (el non omnis moriarde Horacio), etcétera. A este respecto, el dinero es lo más codiciado porque tiene una capacidad de metamorfosis que asemeja su defensa al ataque imprevisible y ubicuo de la muerte: ya que el golpe fatal puede colarse por cualquier grieta, lo más seguro es acorazarse por medio del dinero, cuya ductilidad acude a remendar todos los huecos. El dinero se guarda en cámaras acorazadas, pero él mismo constituye la cámara dentro de la cual pretendemos acorazarnos.
Y para finalizar queda el odio, claro está. El odio a cuanto nos entristece suscitando nuestro miedo y entorpeciendo o compitiendo con nuestra codicia. El odio contra lo que nos desmiente, contra lo que aumenta nuestra inseguridad, contra lo que nos cuestiona, contra lo que se nos resiste, contra aquello tan distinto que no sabemos cómo asimilarlo. El odio contra quienes no se nos parecen lo suficiente y cuya hostilidad nociva tememos, pero también contra los que se nos parecen demasiado y se apegan a sí mismos para conservar su propio yo en lugar de preferir el nuestro y ponerse diligentemente a su servicio.¡ La vida es un bien escaso, que disminuye con cada latido del corazón como la piel de zapa de Balzac! ¡El afán de vivir de los otros compromete nuestra seguridad obligándonos a repartir lo que ya se va acábando y dejándonos desguarnecidos (recuérdese que me refiero siempre a un sujeto que puede ser tanto colectivo como individual, que siempre es en cierta medida colectivo y en parte individual)! Hay que agradecer la sinceridad de aquel príncipe que, al ver retroceder a sus tropas haciendo peligrar su reino o al menos su victoria, los increpaba así: «¡Perros! ¿Acaso queréis vivir eternamente?». En tan incómoda pretensión plebeya veía una amenaza para su propia y legítima aspiración de eternidad.
Pero la desesperación mortal no basta para consolidar la vida. No me refiero a que siempre,antes o después, las garantías buscadas por el miedo, la codicia y el odio terminen por ser derrotadas por la muerte; aun antes de llegar a tal desenlace, la mera desesperación fracasa en el empeño de hacernos sentir verdaderamente vivos, aún vivos, suficientementevivos pese a la muerte y frente a la muerte. Obsesionada por asegurar la supervivencia, permanentemente hostigada e incierta, la desesperación descuida la vida misma, que se reclama mientras dura como paradójicamente invulnerable. El mortal sabe que ha de perecer, pero ese conocimiento —aprendido de la lección cruel de quienes se le asemejan y de cuanto le rodea— implica algo así como verse desde fuera, obligándole a considerarse en una trama que le excluye de antemano en su calidad de algo único, irrepetiblemente vivo. Desde dentro, desde la vitalidad protagonizada, el mortal es ante todo viviente y, pese a lo que sabe de la muerte, no cree en ella como cosa propia. La presciencia de la muerte cubre como un oscuro barniz, pero sólo superficialmente, a la experiencia de la vida. Esa experiencia se nutre de una invulnerabilidad que sentimos, aunque lo que sabemos la desmienta: de hecho, ni siquiera somos conscientes de ella y sólo se exterioriza a través de síntomas tan vigorosos como variadamente estilizados. Uno de los maestros menos engañosos de nuestro siglo, Franz Kafka, lo cuenta de modo aforístico así: «Elhombre no puede vivir sin una confianza permanente en algo indestructible en sí mismo, aunque tanto elelemento indestructible como la confianza deben permanecer ocultos para él. Una de las maneras que tiene de expresarse ese ocultamiento es mediante la fe en un dios personal».
Queda aquí bien señalada la distancia entre la experiencia vitalista y el conocimiento mortal, cuya mediación intenta con mejor o peor fortuna el síntoma explícito que recoge el ánimo de la primera para narrarla de una forma racionalmente poco inteligible: tener fe en un dios personal que ha de rescatarnos de la muerte, aboliéndola en nuestro favor, satisface la vocación de invulnerabilidad vital que experimentamos, pero es irreconciliable con el conocimiento cierto de nuestra aniquilación personal que funda la posibilidad humanizadora del pensamiento. Es una forma balbuciente, engañosa en su autocomplacencia, de proclamar que pese a nuestra condena mortal estamos vitalmente a salvo de la muerte; que la muerte, lo más importante, es para quien se siente vivir lo que menos importa. El equívoco de esteplanteamiento estriba en que pretende justificar nuestro sentimiento de invulnerabilidad prometiendo que nos salvaremos de la muerte que viene —contradiciendo así nuestro saber más esencial— en lugar de confirmar que es la vida que tenemos, aunque perecedera, la que nos ha rescatado para siempre de la muerte en que estábamos. Porque en verdad es la gracia de nuestra vida mortal la que nos salva irrevocablemente de la muerte inmortal de que habló Lucrecio. Al nacer, no nacemos para la muerte, sino a partir de la muerte, surgiendo triunfalmente de la tumba eterna de lo que nunca fue ni será. La muerte puede borrar lo que somos, pero no el hecho de que hemos sido y de que aún estamos siendo. La vida de cada uno de nosotros, mortales, ya ha derrotado a la muerte una vez, la que más cuenta: y eso también lo sabemos, con la misma certeza que conocemos nuestro destino mortal.
No existe vida
que, aun por un instante,
no sea inmortal.
La muerte
siempre llega con ese instante de retraso.
En vano golpea con la aldaba
en la puerta invisible.
Lo ya vivido
no se lo puede llevar.
(W. SZYMBORSKA, Sobre la muerte, sin exagerar)
De modo que por sabernos mortales sentimos desesperación, pero por sentirnos vivos experimentamos alegría. ¿Qué es la alegría? La constatación jubilosa de que lo más grave que podía ocurrimos ( digo grave no sólo en el sentido de penoso o desdichado, sino también en el de importante, serio e irrevocable) ya nos ha pasado al nacer; por lo tanto el resto de los incidentes que nos suceden o que nos aguardan no pueden ser para tanto. Hemos tenido suerte, no especialmente buena suerte o mala suerte, sino posibilidad de ambas: en el sorteo decisivo, nos tocó el ser frente al no ser. Claro que Sileno, pretendiendo asustar al rey que le hostigaba, pontificó que el mejor destino para el mortal sería no haber nacido y the second best morir pronto. Desde el punto devista del conocimiento genérico de la mortalidad podemos darle la razón, pero la experiencia del hecho indestructible de la vida en nosotros le desmiente. Como nítidamente percibió Nietzsche —que narró la anécdota de Sileno en su primer gran libro—, nuestro conocimiento mortal hace balance negativo de los dolores y gozos de la vida, pero la voluntad no duda y quiere vivir. Es más, se congratula incesantemente de vivir, a despecho de los truenos y tormentas de la existencia. Esa gratitud que el mero conocimiento no explica, pero sin la cual la razón resulta exangüe eslo que puede denominarse alegría trágica. Porque el conocimiento es mortal, pero la razón es vital y por tanto alegre, como razonó primero Spinoza, después Nietzsche y en nuestro siglo Ortega y Gasset.
¿En qué consiste la alegría, es decir: cuál es su consistencia, su operatividad? De entre los efectos tonificantes de la alegría señalaremos tres, para mantener la hegeliana simetría con las consecuencias antes mencionadas de la desesperación. Alegrarse consiste en afirmar, aceptar y aligerar la existencia humana. En primer término, afirmar la vida en su realidad limitada pero intensamente efectiva frente alcúmulo de supersticiones que la ocultan o calumnian : negarse a desvalorizarla por no ser eterna —palabra mitológica que oculta una brumosa ausencia de concepto—,sino irrepetible y frágil, rechazar el absurdo platónico que la decreta ilusoria por comparacióna unas ideas cuya única entidad proviene de la vida misma, reconocerla como patrón de valores y verdades frente a los que proclaman su miseria y su mentira. Consecuencia de esta afirmación es la aceptaciónde la vida que propongo como el segundo efecto de la alegría: asumir su precio de dolor, frustración,injusticia y —lo más indigerible de todo— la muerte inseparable de ella. Afirmar la vida es negarse a ponerle condiciones, a exigirle requisitos de aceptabilidad (me refiero a la vida humana como realidad global, aunque en cada caso individual precisamente el amor a determinados contenidos vitales puede justificarla renuncia a la prolongación biológica de la existencia). En una palabra, afirmar alegremente la vida es darla por buena, aunque ello no equivalga a considerar buenos cada uno de los episodios y factores que incidentalmente concurren en ella.
Y de la primordial afirmación de la realidad de la vida y de su aceptación incondicional proviene como consecuencia la tercera tarea de la alegría, la más relacionada con la propia etimología de la palabra,s i hemos de creer a Ortega: su función de aligerarla situación humana. Dado que la muerte —que es lo que más pesa sobre la vida, lo que la convierteen cosa gravosa y grave— es fatalidad y sinsentido, la alegría aligera la existencia fomentando la libertad frente a lo fatal y también el sentido —lo humanamente significativo, lo que entre humanos compartimos—frente al absurdo mortífero. Así brotan esos artificios creadores de libertad y sentido que sone l arte, la poesía, el espectáculo, la ética, la política, incluso la santidad. El fondo de todos ellos es siemprela celebración gozosa de la vida como suceso paradójicamente inmortalizador surgido en el ancho campo de la muerte. Insisto: no se trata de negar o soslayar la evidencia de la muerte, sino de aligerar la vida de su peso desesperante. Incluso convirtiendo la muerte misma en tónico de la vida o sacando estímulo de lo que también por otra parte nos desespera. Quien tiene el secreto de la alegría trágica, como Shakespeare, puede ser sombrío, pero nunca será deprimente…;nos hace más profundos, pero también más ligeros. El lema de esta actitud a la vez misteriosa y tónicanos lo dio, como tantas otras veces, Montaigne: je nejais ríen sans gaieté.
De todas las iniciativas vitales promovidas desde el sentimiento alegre de nuestra invulnerabilidad existencial, la más directamente opuesta a la desesperación, sus pompas y sus obras (la menos contaminada por ella) es la ética. Fue precisamente Lucrecio el primero que señaló que la gran mayoría de nuestros crímenes y abusos provienen del pánico desesperado de sabernos amenazados por la muerte. Por tanto la actitud ética es adoptar la estrategia de la inmortalidad —dado que también somos vencedores de la muerte, además de sus víctimas— y vivir como quienes pueden imponer una impronta libre y un sentido compartido (valga la redundancia) a su destino de fatalidad y absurdo. De tal modo que la muerte queda asumida como límite, pero descartada como maestra de la vida. Es eso sin duda a lo que apunta Spinoza cuando establece que el sabio en nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduríaes sabiduría de la vida. El sabio espinozista —esdecir, quien es capaz de alegría racional— no practica la meditatio mortis, pues ésta sólo puede desembocar en dos conclusiones opuestas (aunque a veces secretamentecómplices): la desesperación racionalista o la esperanza irracional. Los cálculos de la primera acarrean consecuentemente miedo, codicia y odio—como ya fue dicho—, o sea, lo que llamamos maldad (toda maldad es a la desesperada), mientras que los fervores de la segunda promueven otra actitud indeseable, la superstición, que disfraza lo que sabemos bajo beneficios o maleficios de los que nada podemos saber. Por eso concluye Spinoza que no hay nada que aprender de la muerte, que todas sus lecciones (a diferencia de las del dolor, que pueden ser muy útiles) son fatales y que más nos vale no saber nada de aquello de lo que nada vitalmente provechoso podemos aprender.
La ética no es pues un código, sino más bien una perspectiva para la reflexión práctica sobre nuestras acciones. Y también una de las estrategias de inmortalidad a disposición de los mortales, es decir, otra forma de arte. Por supuesto no consiste en un conjunto de normas, ni categóricas ni hipotéticas: en la vida moral todas las situaciones son excepcionales, porque se refieren a lo irrepetible y único de cada libertad individual. Tal libertad, desde luego, no es ruptura de la infrangible cadena de las causas, sino la creación de sentido que une, más allá de hostilidades y diferencias, a todos los mortales conscientes de serlo. La ética consiste en poner nuestra libertad al servicio de la camaradería vital que nos emparentacon nuestros semejantes en desesperación y alegría…Tampoco las virtudes pueden definirse en abstracto, formando una especie de tarot de figuras ideales de comportamiento establecidas de una vez para siempre, pues la disposición ética consiste en una orientación armónica de las capacidades y no en apuntarsea la lista más exhaustiva de ellas como quien se apunta a los aparatos musculadores más recomendados de un gimnasio. Por eso Nietzsche habló de que lo moralmente difícil es hacernos dueños de nuestras virtudes, no coleccionarlas. ¿Deberes, obligaciones, sanciones? La conciencia íntima de obligación y el refuerzo externo de la sanción pueden tener efectos socialmente provechosos, pero no por ello dejan deconstituir prótesis para una voluntad ética que se siente ocasionalmente inválida, cuya alegría flaquea enfrecuente desconcierto.
Porque la desesperación seguirá estando siempre también en nosotros, como la muerte misma apartir de la cual comienza nuestro pensamiento y cuyas lecciones sólo relativamente podemos desoír. No hay ética pura, sino intento de rememorar racionalmente la alegría frente al entristecimiento desesperado que enloquece ante la muerte y contra ese otro enloquecimiento, a veces más amable, de la esperanza supersticiosa a la que no basta el haber derrotado ya a la muerte naciendo y quiere vencerla también no muriendo. Sostenerse en la alegría es el equilibrismo más arduo, pero el único capaz de conseguir que todas las penas humanas merezcan efectivamente la pena. A eso llamamos ética: a penar alegremente.
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