Prêmio Nobel de Literatura, o escritor peruano Mário Vargas Llosa, por conta de suas posições ideológicas, nem sempre tem sido bem percebido. Mas não convém misturar as coisas, e negar o valor da sua obra. O seu último livro, penso, vai mais além do que os anteriores. Em La Civilisación del Espetáculo, diz da tragédia que seria a transformação da cultura em mero entretenimento e fala de como o erotismo foi, no mundo sensível, a conversão de um instinto em algo criativo, mediado pela cultura. Abaixo, reproduzo uma entrevista do escritor concedido ao jornal espanhol El País.
"Sería una tragedia
que la cultura acabe en puro entretenimiento"
Premio Nobel de
Literatura. Publica ahora el ensayo ‘La civilización del espectáculo’
Cultura en la
encrucijada
Jan Martínez Ahrens
14 ABR 2012
A Mario Vargas
Llosa (Arequipa, Perú, 1936) le asaltaba desde hacía algún tiempo la incómoda
sensación de que le estaban tomando el pelo. Lo empezó a sentir al visitar
ciertas exposiciones y bienales, asistir a algunos espectáculos, ver
determinadas películas y programas de televisión e incluso le ocurría cuando se
arrellanaba en el sillón para leer ciertos libros y periódicos. En esos
momentos, como él mismo cuenta, le sobrevenía la sensación, poco definida al
principio, de que se estaban burlando de él, de que estaba “indefenso ante una
sutil conspiración” para hacerle sentir un inculto o un estúpido, para hacerle
creer que un fraude era arte; un embuste, cultura.
De esa sensación
surgió una convicción y de esta un ensayo, La civilización del espectáculo (Alfaguara).
En sus páginas el premio Nobel de Literatura disecciona la conversión de la
cultura en un caos donde “como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo
lo es y ya nada lo es”. Esa disolución de jerarquías y referentes es
consecuencia, para Vargas Llosa, del triunfo de la frivolidad, del reinado
universal del entretenimiento. Pero los efectos de este clima de banalización
extrema no se limitan a la cultura. Para el escritor, y quizá sea este su
juicio más severo, el empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado
a los intelectuales, desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la
política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia
hacia la corrupción, algo que el autor de Conversación en La Catedral ilustra
con una anécdota de su tierra natal:
“En las últimas
elecciones peruanas, el escritor Jorge Eduardo Benavides se asombró de que un
taxista de Lima le dijera que iba a votar por Keiko Fujimori, la hija del
dictador que cumple una pena de 25 años prisión por robos y asesinatos.
“¿A usted no le
importa que el presidente Fujimori fuera un ladrón?”, le preguntó al taxista.
“No” —repuso este—
“porque Fujimori solo robó lo justo”.
Lo justo. La
indiferencia moral. La civilización del espectáculo.
El ensayo, un
diamante para la polémica, lo explica Vargas Llosa con voz cálida y precisa,
que inunda la línea telefónica desde el otro lado de Atlántico, viernes por la
mañana en Lima.
P. Mantiene usted
que la cultura se ha banalizado, que triunfa la frivolidad en su peor sentido,
que el erotismo pierde en favor de la pornografía, que la posmodernidad es, en
parte, un experimento fallido y pedante, que el periodismo amarillea, que la
política se degrada, que en la civilización del espectáculo el cómico es el rey…
¿Hay escapatoria?
R. Sí, hay
escapatoria. La historia no está escrita, no es fatídica, cambia. Justamente
nos ha tocado vivir una época en que hemos visto las transformaciones
históricas más extraordinarias e inesperadas. Si alguien me hubiera dicho cuando
yo era joven que iba a ver la desaparición de la Unión Soviética, la
transformación de China en un país capitalista; si alguien me hubiera dicho que
América Latina iba a estar en pleno proceso de crecimiento, mientras Europa
vivía su peor crisis financiera en un siglo, no me lo hubiera creído y, sin
embargo, todas esas cosas han pasado. Desde luego que se puede esperar una
renovación de la vida cultural, de las artes, de las humanidades, y que
abandone ese sesgo cada vez más frívolo, superficial, que yo creo que es una de
sus características principales hoy en día; no la única, porque hay excepciones
a la regla, afortunadamente. Pero esa banalización tiene consecuencias no
solamente en el campo de la cultura, sino en todos los otros. Por eso en el
libro me refiero a la política, incluso a la vida sexual, a la relación humana.
Todo eso se puede ver muy afectado si la cultura vive en la banalización, la
frivolización permanente.
P. Y eso le produce
un cierto enfado, sensación de tomadura de pelo. ¿Desde cuándo?
R. Es un proceso,
no llega de una vez, pero sí recuerdo, por ejemplo, el shock que supuso para mí
hace algunos años visitar la Bienal de Venecia, que era una vitrina del
prestigio y la modernidad, de la novedad, del experimento, y de pronto, después
de un recorrido de un par de horas, llegar a la conclusión de que allí había
mucho más fraude, embuste, que seriedad, que profundidad. Fue para mí una
experiencia bastante importante, que me llevó a reflexionar sobre este tema. Al
final del libro, en un texto que es bastante personal, cuento cómo enriqueció
mi vida leer buenos libros, conocer la gran tradición pictórica, el mundo de la
música, cómo eso dio un sentido, un orden, una organización al mundo que lo
hizo para mí muchísimo más interesante, más rico, más estimulante. Yo creo que
sería una tragedia que justamente en una época en que hay un progreso
tecnológico, científico, material extraordinario, al mismo tiempo, la cultura
vaya a convertirse en un puro entretenimiento, en algo superficial, dejando un
vacío que nada puede llenar, porque nada puede reemplazar a la cultura en dar
un sentido más profundo, trascendente, espiritual a la vida.
P. Hay un momento,
cuando habla usted de la añoranza, en el que dice: “Lo peor es que
probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y
lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”.
R. Espero
equivocarme.
P. Ese pesimismo
resulta llamativo en alguien de su éxito.
R. …nostalgia de
viejo. A ratos siento, sí, cierta angustia porque… Mire, yo viví en Inglaterra
y me acuerdo el deslumbramiento que me produjo ver la televisión; la que había
conocido antes era muy pobre, muy mediocre, y de pronto descubrí que sí había
posibilidades de utilizar la televisión en un sentido creativo y no solo porque
los mejores escritores y dramaturgos escribían para la televisión… Había un
programa que veía con pasión, se llamaba Panorama, periodismo de investigación.
Me acuerdo, por ejemplo, de una entrega de dos horas sobre los disidentes en la
Unión Soviética filmado en Moscú clandestinamente. Y de pronto, al cabo de los
años, vi que la televisión de Inglaterra había caído también en la frivolidad
total. Los mejores países, los que uno supondría que están más defendidos
contra eso, han ido también sucumbiendo a esa especie de mandato generacional
hacia el facilismo, la superficialidad, la frivolidad. Hay excepciones, desde
luego...
P. …su propia obra
es una excepción. ¿No es un ejemplo de que la capacidad de autocrítica
sobrevive? ¿Qué no todo es autocomplacencia y frivolidad?
R. Sí, pero es
siempre preocupante que el mayor vigor, la mayor riqueza, esté ahora en el
pasado más que en el presente; que no sea algo de actualidad, sino que hay que
volver la vista atrás… Y hay otro aspecto. Junto a la frivolización, hay un
oscurantismo embustero que identifica la profundidad con la oscuridad y que ha
llevado, por ejemplo, a la crítica a unos extremos de especialización que la
pone totalmente al margen del ciudadano común y corriente, del hombre medianamente
culto al que antes la crítica servía para orientarse en la oferta tan enorme.
P. Pero lo que
plantea es volver a los patrones culturales. ¿Es eso posible? ¿Existe
legitimidad para hacerlo? ¿No hay un cierto aristocratismo en todo ello?
R. Aristocratismo
es una palabra que provoca mucho rechazo, pero por otra parte el rechazo de la
élite en bloque es una gran ingenuidad. No todos pueden ser cultos de la misma
manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que
ser cultos de la misma manera, ni muchísimo menos. Hay niveles de
especialización que son perfectamente explicables, a condición de que la
especialización no termine por dar la espalda al resto de la sociedad, porque
entonces la cultura deja ya de impregnar al conjunto de la sociedad,
desaparecen esos consensos, esos denominadores comunes que te permiten
discriminar entre lo que es auténtico y lo que es postizo, entre lo que es
bueno y lo que es malo, entre lo que es bello y lo que es feo. Parece mentira
que se haya llegado a un mundo donde ya no se pueden hacer este tipo de
discriminaciones. Porque eso sí, si desaparecen esas categorías es el reino del
embuste, de la picardía… La publicidad reemplaza al talento, lo fabrica, lo
inventa.
P. Usted extiende
su crítica a la cocina o la moda que están pasando a formar parte de la alta
cultura.
R. Justamente esa
es una de las manifestaciones de esa banalización y de esa frivolidad. No tengo
nada contra la moda, me parece magnífico que haya una preocupación por la moda,
pero desde luego no creo que la moda pueda reemplazar a la filosofía, a la
literatura, a la música culta como un referente cultural. Y eso es lo que está
pasando. Hoy en día hablar de cocina y hablar de la moda, es mucho más
importante que hablar de filosofía o hablar de música. Eso es una deformación
peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible. ¿Qué cosa es la
frivolidad? La frivolidad es tener una tabla de valores completamente
confundida, es el sacrificio de la visión del largo plazo por el corto plazo,
por lo inmediato. Justamente eso es el espectáculo.
P. Pero no encierra
esa perspectiva una excesiva idealización del pasado, como esa edad dorada
platónica que tanto criticaba Popper, y que tiene como consecuencia fosilizar
la sociedad, cerrarla al cambio...
R. No, yo no estoy
por la fosilización. No soy un conservador en ese sentido, desde luego que no,
y sé que en el pasado, al mismo tiempo que Cervantes y que Shakespeare, existía
la esclavitud, el racismo más espantoso, el dogmatismo religioso, la
Inquisición, las hogueras para el disidente… Yo sé muy bien que el pasado venía
con todo eso, pero al mismo tiempo no se puede negar que en ese pasado había
cosas muy admirables, que han marcado profundamente el presente, que
enriquecieron la vida de las gentes, la sensibilidad, la imaginación. Y esa era
una función que tenía la alta cultura, y hoy día no se puede ni siquiera hablar
de alta cultura porque eso es incorrecto, políticamente incorrecto.
P. Hay una defensa
muy interesante del erotismo en el libro, como obra de arte frente al “sexo
descarnado”.
R. El erotismo fue
en el mundo de la experiencia la conversión de un instinto en algo creativo, en
una verdadera obra de arte y eso fue posible gracias a la cultura. Yo no creo
que el erotismo nazca simplemente de una experiencia pragmática del sexo, ni
muchísimo menos. Creo que es la cultura, que son las artes, el refinamiento de
la sensibilidad que produce la alta cultura, la que crea el erotismo. El
erotismo es una manifestación de civilizaciones, se da en sociedades que han
alcanzado un cierto nivel de civilización. Y al mismo tiempo significa el
respeto de las formas, la importancia de las formas en la relación sexual. Y
ahí yo cito mucho a Georges Bataille, él defendió siempre el erotismo justamente
como una manifestación de civilización, y fue muy reticente a la permisividad
total porque creía que la permisividad total iba a matar las formas y al final
se iba a llegar, otra vez, a una especie de sexo primitivo, salvaje. Y algo de
eso ha pasado en nuestro tiempo.
P. Es decir, le
falta erotismo a nuestra cultura.
R. Por eso el sexo
significa tan poco para las nuevas generaciones. Significa un entretenimiento
que es casi una gimnasia. Es como segar una fuente riquísima no solo de placer
sino de enriquecimiento de la sensibilidad.
P. ¿Qué pensaría el
Vargas Llosa de 25 años del libro que ha escrito el Vargas Llosa de ahora?
R. No me lo puedo
imaginar. A nosotros nos ha tocado vivir una diferencia generacional sin
precedentes en la historia. Precisamente por la extraordinaria revolución
tecnológica, audiovisual, el mundo es tan absolutamente diferente que es muy,
muy difícil ponerse hoy en día en la piel de un joven. Hay muchas cosas en el
pasado que hay que suprimir, que hay que reformar sin ninguna duda. Pero hay
una que yo creo que no, que hay que conservarla renovándola, actualizándola,
que es la cultura. Una civilización que ha producido Goya, Rembrandt, Mahler,
Goethe no es despreciable, no puede ser despreciable. Eso fijó unos ciertos
patrones que deben ser, si se quiere, criticados pero mantenidos, continuados.
Y esa continuación es la que yo creo que se pierde si la cultura pasa a ser una
actividad secundaria y relegada al puro campo del entretenimiento.
P. Habla del
pesimismo, del catastrofismo, incluso como un peligro mayor que la corrupción y
cita una juventud apática, recluida en la hostilidad sistemática, aburrida.
Fenómenos como el del 15-M, el de Occupy Wall Street, ¿no le generan cierta
esperanza?
R. Sí, cierta
esperanza sí. Siempre y cuando no se orienten en el sentido equivocado. Porque
hay un cierto conformismo en la inconformidad. En eso Foucault escribió cosas
muy interesantes. Pero sí, creo que hay estallidos entre los jóvenes que son
bastante interesantes. No soy pesimista, sino más bien optimista, las cosas
pueden cambiar para mejor. Pero hay algunos aspectos en los que es muy
importante una crítica muy radical de un fenómeno representa una decadencia.
P. Una decadencia
en la que incluye la corrupción política. Para ilustrarla cita usted una
anécdota vivida por el escritor Jorge Eduardo Benavides, en Lima, cuando un
taxista le dijo que votaba a Fujimori porque “solo robó lo justo”.
R. A mí me pareció
maravillosa la historia. Hay una mentalidad ahí detrás ¿no? Un político puede
robar; es más, no puede no robar, pero lo importante es que robe no más de lo
debido.
P. Y ese tipo de
conductas se están extendiendo…
R. …es por el
desplome de los valores, no solamente estéticos, sino otros que antes, por lo
menos de la boca para fuera, todos respetábamos. El político ya no debe ser
honrado, debe ser eficaz. El ser honrado parece una imposibilidad connatural al
oficio. Bueno, si se llega a un pesimismo de esa naturaleza entonces estamos
perdidos. Y creo que no es verdad y yo lo digo, eso no es verdad. Pero hay una
mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Es
peligrosísimo sobre todo para el futuro de la cultura democrática. Si vamos a
pensar eso entonces la cultura democrática no tiene sentido y a la corta o la
larga va a desplomarse también.
P. Pero hay países
donde hay mayor protección frente a la corrupción.
R. Por supuesto. La
gran diferencia está en el mundo de la democracia y en el mundo del
autoritarismo. En democracia hay corrupción, desde luego, lo estamos viendo
todos los días. Pero precisamente lo vemos, sale a flote, existe una justicia
más o menos independiente que puede todavía sancionar a los culpables. España
es un ejemplo. Se puede decir que hay mucha corrupción pero estamos viendo
casos de políticos importantísimos que son sentados en el banquillo de los
acusados y que son condenados por pícaros, por ladrones, por traficantes.
Bueno, esa es la gran diferencia. Eso no se ve en Cuba o China, donde de
repente te enteras de que le cortan la cabeza a un señor porque dicen que
delinquió y tenía cargos políticos. Hay diferencias. Y dentro de las
democracias también. Las más avanzadas son menos corruptas que las más
primitivas, las que son mucho más ineficientes. Recuerdo que en los años en que
viví en Inglaterra, el escándalo más grande de corrupción fue el de un ministro
de Margaret Thatcher, que no solamente perdió su ministerio sino que fue preso
y perdió prácticamente todo su patrimonio por haber pasado un fin de semana en
el Hotel Ritz de París, pagado por un jeque árabe. O sea, una corrupción de
unos cuantos cientos o unos cuantos miles de libras esterlinas. Como
comprenderá, eso en la época de Fujimori en el Perú era lo que robaba
normalmente un pequeño alcalde. Ya no le digo los millones de millones de
millones que consiguieron Fujimori y Montesinos. La sanción social fue muy
escasa, puesto que en las últimas elecciones estuvo a punto de subir otra vez
al poder con el voto popular. Esas diferencias sí son muy importantes. Y creo que
es fundamental ser muy exigente y riguroso en ese campo, y no pensar que por
ser político se tiene derecho a robar hasta cierto límite.
P. En las
dictaduras hay evidentemente más corrupción. Pero también se da un fenómeno
inverso. Ahí es donde la lucha de los intelectuales cobra mayor sentido. Es el
caso de China con un premio Nobel de la Paz encarcelado.
R. Absolutamente.
Cuando la libertad desaparece es cuando la libertad de pronto resulta
importante. Y cuando la lucha por la libertad se convierte en una prioridad, el
intelectual, el escritor, el poeta, el novelista, el pintor, de pronto empiezan
a tener una importancia central en esa lucha. Ese es un fenómeno que lo estamos
viendo en China, es interesantísimo, el caso de Ai Weiwei. Es una figura que representa
hoy en día el espíritu de resistencia, la voluntad de apertura, de
modernización, de democratización.
P. Al tratar de la
degradación de los valores, incluye también el sensacionalismo en la prensa.
¿Cree usted en la autorregulación como una vía para atajar estas prácticas?
R. Creo que es la
única. Que la propia prensa asuma una responsabilidad. Eso no se resuelve con
sistemas de censura, ni muchísimo menos. Pero además yo creo que el
sensacionalismo es la expresión de una cultura. La prensa forma parte de la
vida cultural de un país. Y si la cultura empuja a la prensa a la chismografía,
y hace de la chismografía un elemento central, al final el mercado se lo va a
imponer a los periódicos, por más responsables y serios que quieran ser. Y eso
lo estamos viendo en todas partes. Los periódicos más serios tratan de
resistir, pero en un momento dado, si la supervivencia está en juego, tienen
que hacer concesiones. El origen no está en los periódicos, el origen está en
la cultura reinante, que impone la frivolidad y el amarillismo.
P. Usted ha sufrido
el sensacionalismo.
R. Lo he padecido.
Toda persona que es conocida hoy en día es irremediablemente víctima de la
chismografía. Pasas a ser un objeto que ya no puede controlar su propia imagen.
La imagen se puede distorsionar hasta unos extremos indescriptibles. Mucho más
si haces política en un mundo subdesarrollado. Allí ya todo puede ocurrir.
P. Y hay un efecto
multiplicador con las nuevas tecnologías.
R. Frente a las
cuales te puedes defender muy mal. A mí me pasó una experiencia hace un tiempo
en Argentina. Una señora me felicitó por un texto que me dijo le había
conmovido mucho de homenaje a la mujer. Y yo le dije que muchas gracias, pero
que no había escrito ningún homenaje a la mujer. Pensé que era una cosa que se
había inventado ella o que se había confundido. Un tiempo después me mandan mi
elogio a la mujer, que había aparecido en Internet. Un texto de una cursilería
que da vergüenza ajena, firmado por mí y lanzado al espacio con motivo de no sé
qué. ¿Cómo te defiendes contra eso? Es absolutamente terrible. De pronto
pierdes tu identidad, porque hoy en día hay esos mecanismos que permiten
falsificaciones de esa índole. A mí me parece bastante aterrador. Tampoco
puedes dedicar tu vida a rectificar. Al final dejas de escribir, dejas de leer,
para tratar de rectificar todas las falsedades, invenciones que te atribuyen.
Eso es uno de los aspectos justamente de la irresponsabilidad que ha traído la
gran revolución audiovisual.
P. Pero también hay
que reconocer que el universo de Internet y las redes sociales permiten la
exposición universal de un artista o de un pensador al instante.
R. Y burlar todos
los sistemas de censura; eso es un progreso. Pero al mismo tiempo también es
otra forma de confusión que tiene efectos muy negativos en la cultura, en la
información. El exceso de información en última instancia también significa la
desaparición de la discriminación, de las jerarquías, de las prioridades. Todo
alcanza un mismo nivel de importancia por el simple hecho de estar en la
pantalla.
P. Aunque no ataca
a las religiones, sino al contrario, se percibe en el libro un canto al ateísmo
ilustrado. Hay un momento incluso que identifica cultura profunda con aquella
fuerza capaz de reemplazar el vacío dejado por la religión.
R. La idea liberal,
tradicional, de que con el avance del conocimiento, la religión se iba a ir
desvaneciendo fue una ingenuidad. El grueso de la gente, países cultos o países
incultos, necesita una trascendencia, algo que le asegure que no perecerá
definitivamente, y que habrá otra vida de la índole que sea, y eso es lo que
sostiene la religión. Solo una minoría de personas, y eso ha sido igual en el
pasado y en el presente, llega a llenar ese vacío con la cultura, que les da
suficiente seguridad, suficiente resistencia para aceptar la idea de la
extinción. Pero es una ingenuidad combatir a la religión. Tiene una función que
cumplir, y es dar ese mínimo de seguridad que permite vivir a la gente con la
esperanza de otra vida, de una defensa contra la extinción que aterra a todas
las generaciones, no importa que nivel de cultura tenga esa sociedad. Eso lo
debemos aceptar los creyentes o no creyentes, siempre y cuando la religión no
pase a identificarse con el Estado, porque entonces desaparece la libertad. La
religión por definición es dogmática, establece verdades absolutas, y no quiere
coexistir con verdades contradictorias. Pero mientras la religión ocupe el
espacio que le es propio, creo que es indispensable para que una sociedad sea verdaderamente
democrática, libre, en la que se pueda coexistir en la diversidad.
***
La diversidad, la
libertad, la tolerancia. El escritor vive y revive en esas palabras. A lo largo
de la entrevista, la amargura que, a veces, asoma en su discurso ante lo que
considera la devastación de la cultura, siempre se atempera con ellas. De algún
modo, son su anclaje ateo y su religión frente al espectáculo.
—“Hemos escrito otro libro, ¿eh?”, bromea antes de
despedirse