sábado, 5 de maio de 2018

Camino a La Paz




Por Juan Pablo Cinelli

Si algo puede decirse de Camino a La Paz, ópera prima de Francisco Varone, es que se trata de una de esas películas de las que es casi imposible no disfrutar. Y no porque se trate de una obra perfecta sino porque, a pesar de las impugnaciones que se le puedan realizar, algo en ella consigue ser transmitido con una potencia tal que no hay nada que se interponga entre la película y el público mientras dura la proyección. Cualquier objeción o duda que aparezca recién lo hará más tarde, un rato después de los títulos finales y como parte de las réplicas de ese modesto terremoto interior que sólo producen algunas películas. Buena parte del mérito proviene de la habilidad de su director –también autor del guión– para hacer que el relato fluya; para que sus protagonistas no sólo resulten entidades construidas con precisión sino que además transmitan con solidez su carácter esencialmente humano y, sobre todo, para que el asunto completo resulte una experiencia sensible de amplio espectro que puede ser prescripta a casi cualquier tipo de espectador. Logros para nada menores en un director debutante.
No deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello que se deseó expresar. Sin embargo, también lo es que lo más intenso de la película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a La Paz: el de las buddie movies, esos films en los que una pareja de personajes con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que acabará por unirla.
Esa aventura es el viaje a La Paz del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas desparejas. Tan claro como que la ruta forja al hombre, ley de oro de otra clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar a Odiseo de regreso a Itaca.
Más allá de estos aciertos, el éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián–, como Ernesto Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil– supieron dar con el color y el tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los actores locales más versátiles y al que siempre es agradable ver en acción, en cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.
También es cierto que algunas situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.

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Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-37675-2016-01-07.html

quinta-feira, 3 de maio de 2018

Las letras que no soportaron el mundo


José María Arguedas


Carlos Batalla 

El Perú que vivió [José María] Arguedas fue uno mestizo, de variadas tradiciones culturales, creencias y etnias; un país en formación y que buscaba consolidar su propia identidad. Por eso él siempre se sintió como un puente, un vínculo entre dos mundos; el andino y el occidental.
Vivió para escribir y su esfuerzo por darnos un retrato integral del país le costó la vida, aunque eso es algo que pocos están dispuestos a aceptar. Porque para entender las circunstancias en que se produce un texto literario, que es un proceso artístico, se debe tomar en cuenta variables humanas y emocionales, además del factor lingüístico.
Desde los cuentos de “Agua” (1935), pasando por “Yawar Fiesta” (1941), “Los ríos profundos” (1958), “El Sexto” (1961), “Todas las sangres” (1964), hasta su novela autobiográfica “El zorro de arriba y el zorro de abajo” (1971, póstuma), Arguedas grabó en molde no solo sus avatares personales, sino que intentó traducir los tiempos turbulentos que le tocó vivir.
Nació en 1911, entró en la universidad en 1930, su primer libro data de 1935 y el último de 1971. Fueron décadas de revoluciones y cambios muy intensos, trascendentales, donde prácticamente Arguedas dibujó el paso de un país agrario y con rezagos del siglo XIX a uno de producción masiva y urbanización galopante, moderno.
Por todo eso, esa tarde del viernes 28 de noviembre de 1969, en un salón de la Universidad Agraria La Molina, cuando el escritor apurimeño se desencajó un tiro en la sien que lo hirió mortalmente, el Perú entero lloró su desgracia. Ya había intentado otro suicidio en 1966, pero esa vez sí lo consiguió. Fueron cuatro días de agonía, hasta que el martes 2 de diciembre, a los 58 años de edad, murió en el piso 13 B del Hospital del Empleado, en Jesús María.
Dejó dos cartas: una para su viuda, la chilena Sybilla Arredondo, y otra para sus alumnos de la U. Agraria y su rector. ¿Cuándo las escribió? Todo reveló que lo había redactado entre el 27 y el mismo día del intento de suicidio, el 28. La depresión le venció la partida, luego de más de 20 años de enfrentarla y luchar contra ella.

“Me retiro ahora porque siento, he comprobado, que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida”, dijo en la misiva dirigida a los universitarios.

Los médicos nada pudieron hacer con la bala que se había incrustado en su cavidad craneana. Dejó de existir a las 7 y 15 de la mañana. Descansó en paz de muchos cargos profesionales y académicos, de muchas angustias y necesidades artísticas y humanas.
Al mediodía del mismo 2 de diciembre, sus restos fueron trasladados a la antigua biblioteca de la U. Agraria, donde fueron velados, en medio de la tristeza general, pero también de la alegría que impuso la música que tocaron en su honor. El violín y el arpa fueron los protagonistas, hasta que a las 4 de la tarde se lo llevaron al cementerio El Ángel.
No hay duda de que las novelas y los cuentos, o los ensayos y estudios de José María Arguedas, de gran lucidez y coherencia, lo dejan marcado entre nosotros como un clásico de la literatura y de las ciencias sociales en el país. Así sea.

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Disponible en https://elcomercio.pe/blog/huellasdigitales/2014/11/jose-maria-arguedas-un-escritor-que-no-soporto-el-mundo. 

domingo, 29 de abril de 2018

Los ojos de la mente

Por Facundo Menes
(Neurocientífico)

Si bien creemos que vemos con los ojos y escuchamos con los oídos, lo cierto es que la información proveniente de estos órganos no puede hacer demasiado sin la ayuda de nuestro cerebro. Lo que observamos y oímos no es la copia exacta del mundo externo sino la interpretación que hacemos de esa información sensorial en base a la información del contexto, nuestro estado de ánimo y nuestras experiencias previas. Esta “manera de ver y oír” el mundo exterior requiere del trabajo conjunto de distintas áreas cerebrales.
Como en otros campos, la alteración de este proceso nos ayuda a apreciar su complejidad. El reconocido neurólogo y escritor Oliver Sacks, valorado por difundir y humanizar el conocimiento sobre la neurología, reconoció que él mismo padecía de una extraña condición, aunque, probablemente, más frecuente de lo que se piensa. Sacks no podía identificar a las personas al observar sus caras. No solo lo contó en uno de sus fascinantes libros Los ojos de la mente, en el que a través de su autobiografía se suma a los relatos sobre otros pacientes, sino que también lo expuso en un programa de televisión en el que le presentaban fotos de famosos para probar si las podía reconocer. Allí mostró las estrategias que ponía en juego para deducir quién era la persona fotografiada. En uno de sus errores confundió a la famosa presentadora de TV Oprah Winfrey con la primera dama de Estados Unidos Michelle Obama, pero logró leer la pomposidad del peinado de la reina de Inglaterra. Sacks tenía un tipo de agnosia visual llamada “prosopagnosia”.
Se denomina “agnosia-visual” al desorden neurológico producido por la falla en el reconocimiento o interpretación visual de la información sin que existan alteraciones en el procesamiento visual-perceptivo básico de características como la forma, el color y el tamaño. Esto quiere decir que las personas con agnosia visual no tienen dificultad en ver las formas, los colores o en determinar diferencias de tamaños entre los objetos que perciben, sino que no son capaces de darle significado a la información visual que obtienen.
Nuestros ojos reciben la información visual en forma de ondas electromagnéticas y se encargan de traducirla en  impulsos nerviosos que son enviados al cerebro. Estas señales llegan a las áreas cerebrales visuales, que reciben la información de este tipo de modalidad sensorial  y están compuestas por sub-regiones que se especializan en el procesamiento de cierto tipo de información: la percepción del movimiento, del color, de formas, de profundidades, entre otras. Una vez que la información visual es procesada, es transmitida a lo que se denominan “áreas de asociación”, en las que se otorga el significado o sentido a la información visual. En otras palabras, esta información se convierte en algo que podemos reconocer y darle una interpretación en base a nuestra experiencia previa. Las agnosias se producen cuando ocurren daños cerebrales en estas áreas de asociación.
Existen diferentes tipos de agnosias visuales, algunas en donde se afecta, como sufría Sacks, específicamente el reconocimiento de caras, otras involucran particularmente el reconocimiento de estímulos de manera simultánea (simultagnosia) o de escenas complejas y otras en las que se altera la capacidad de lectura (alexia) y frecuentemente, también de escritura.
Casos como el del gran Oliver Sacks nos demuestran que todo lo que, a primera vista parece tan simple, requiere de un gran trabajo cerebral.

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Disponible en: https://facundomanes.com/2016/06/25/los-ojos-de-la-mente/. 

quinta-feira, 26 de abril de 2018

El tiempo, el pasado incesante y la memoria que viaja con el viento


Resultado de imagem para Dejemos hablar al viento

Juan Carlos Onetti

Mucho tiempo atrás, cuando todos teníamos veinte años o poco más, cedí a la tentación de ser Dios, absurda, azarosa, y respectando mis límites. Era en Santa María, en un marzo húmedo y caluroso con apenas amagos, alharacas de tormenta, como si el tiempo hubiera aceptado la modalidad de los pobladores del otro lado, de Lavanda, río medio.
Esta tentación, cuando es genuina, prefiere visitar a los desesperanzados, a los que cayeron en la trampa de un destino ordenado.
Todo era tan fácil y erróneo como una operación aritmética de primer año: con lo que yo renuncie a usar puedo hacer la dicha de otro.
Debe ser, y es penoso empezar a decir con dulzura esta clase de cosas: la vejez, los pasados, continuar diciéndolos así.
(…)
Separado de Santa María, andaba, más o menos era, entre los habitantes de Lavanda con un poder de separación, de crítica, de paciencia y entrega que me hizo feliz o no sufriente durante muchos meses. Los miraba sin dejar de verme; hablaba diciendo casi siempre las frases correctas y ellos se equivocaban pocas veces.
Andaba entre cuerpos y voces sin extraviar el rumbo que ellos se habían impuesto, tenaces e involuntarios, olvidados de la hora de la muerte, amén, ignorando que el tiempo no existe, no es.

(In Dejemos hablar al viento, Motevideo: Galaxia Gutenberg/Programa Montevideo Capital Iberoamericana de la Cultura,  2013).  


terça-feira, 17 de abril de 2018

Afirmación de la presencia: para siempre


3.8


Por Ana Carolina Patto Manfredini
(UNAM - México)

Gilles Deleuze nació el 18 de enero de 1925 y murió el 04 de noviembre de 1995. A los setenta años de edad se arrojó del séptimo piso de su departamento en París. ¿Cómo pensar el suicidio de Gilles Deleuze, aquél cuya filosofía insistió en la potencia vital en contra de las pulsiones de muerte? ¿Contradicción en su último acto? ¿Incoherencia con su pensamiento?
En su conocida entrevista de 1988 concedida a Claire Parnet – “Abecedario” -, Deleuze habla de cómo su filosofía del deseo, inaugurada con Félix Guattari en 1972 con la publicación de El AntiEdipo, no era un elogio al espontaneísmo, al suicidio, a la fiesta o a la locura. El autor considera que ambos fueron – él y Félix Guattari – muy cuidadosos en este sentido, insistiendo en sus escritos que el problema del deseo era un problema de constructivismo, es decir, de organización y de producción de un agenciamiento colectivo positivo y experimental. Construir un cuerpo sin órganos, un campo de consistencia del deseo, exige toda prudencia.[1] Si así es, ¿cuál sería el sentido del suicidio de Deleuze, si no es una contradicción con el cuidado e importancia que siempre ha dado a los temas que implican una cuestión de vida o muerte?
Preguntar por el sentido de ese último acto, querer interpretar o explicar ese acto final de Deleuze nos distanciaría de su filosofía, la cual insistió asiduamente en la crítica a la interpretación. Una de las críticas que El AntiEdipo hace al psicoanálisis recae exactamente sobre el carácter interpretativo que esa práctica promueve: el psicoanálisis se equivocaría en interpretar el inconsciente; en la dimensión deseante de la producción no hay nada que interpretar, el inconsciente no nos dice nada, siendo más una máquina de pura producción que un lenguaje. Lo que se produce son otros signos, a-significantes, que escapan a la interpretación y a la representación. Así, el acontecimiento que fue la muerte de Gilles Deleuze es algo de carácter extraño, incomprensible, algo que escapa a la comprensión inmediata.
Sin querer dejar espacio entonces a la indiferencia, la alternativa que tenemos, a fin de evitar explicaciones, interpretaciones o indiferencias, puede ser formulada de la siguiente forma: ¿qué podríamos contemplar esa muerte? Es esa la pregunta que hace el profesor Luis Orlandi en un texto publicado tres meses después del suicidio de Deleuze. De acuerdo con este filósofo brasileño, para Deleuze contemplar es cuestionar, es problematizar. “La noción de problemático es justamente aquella ocupada por Deleuze en su esfuerzo por evitar la reducción de la muerte a la ‘negación’ (…) La muerte, dice él, ‘es, antes de todo, la última forma del problemático, la fuente de los problemas y de las cuestiones, la marca de la permanencia’ de lo problemático ‘arriba de toda respuesta, el ¿dónde? y ¿cuándo?’”. Lo que nos interesa en esa contemplación es pensar la posible afirmación contenida en ese último acto de Deleuze. “¿Si ‘toda afirmación se alimenta’ del enlace de lo problemático y de la diferencia, podría ella, esa singular muerte de Deleuze, estar participando de alguna afirmación?”.[2]
Entre todos los caminos que uno puede elegir para problematizar sobre el carácter afirmativo del suicidio de Deleuze, encontramos en una de las últimas clases de su curso sobre Spinoza, reflexiones muy precisas sobre el tema de la muerte. Es sobre esa clase de 17 de marzo de 1981 que trataré de problematizar su último acto.

Spinoza: existencia y conocimiento    
Para terminar su curso de Spinoza, Deleuze discurrió sobre el tema que venía desarrollando anteriormente, a saber, el problema de la individualidad. Ésta, para Spinoza, según la lectura de Deleuze, comprende tres dimensiones: (1) partes exteriores que me pertenecen; (2) las relaciones bajo las cuales esas partes me pertenecen; y (3) la esencia como grado, esencia singular que se expresa en esas relaciones. ¿Qué hace Deleuze con esas tres dimensiones? Las relaciona directamente con los tres géneros de conocimiento de la Ética de Spinoza.
El primer género de conocimiento es el de las ideas inadecuadas, aquél que es fruto de las afecciones pasivas. En tanto somos partes extensas, en tanto nuestro cuerpo está compuesto de partes extensas exteriores a él, estamos condenados a ideas inadecuadas. En la dimensión extensiva, de los encuentros o choques de cuerpos en movimiento o en reposo, soy un compuesto de conjuntos infinitos de partes extensivas exteriores. El conocimiento de ese género se limita a “los efectos del encuentro, de acción y de interacción de las partes extensivas las unas sobre las otras.”
Paso al segundo género de conocimiento cuando paso al conocimiento de las relaciones entre esas partes, de sus composiciones y descomposiciones. Lo que tengo ahora son ideas adecuadas, adecuadas en tanto comprenden la causa de las relaciones, no solamente el efecto. ¿Qué es comprender la causa de las relaciones entre esas partes? El ejemplo que nos da Deleuze es el de nadar. ¿Qué quiere decir saber nadar? Es muy simple, nos dice Deleuze, saber nadar “quiere decir que tengo un saber hacer, un sorprendente saber hacer. Es decir, que tengo una especie de sentido de ritmo”. Cuando no sé nadar tengo un primer género de conocimiento, estoy a merced de los encuentros con la ola, tengo moléculas de agua que forman un cuerpo acuático y lanzo mi cuerpo, chapoteo, la ola me golpea, me arrastra, son los efectos del choque. Decir que cuando sé nadar tengo un sentido de ritmo significa que sé componer directamente mis relaciones características con las relaciones de la ola, “me hundo en el momento justo, y salgo en el momento justo (…) todo un arte de la composición de relaciones (…)”.[3]
El último género del conocimiento sería lo que caracterizaría la filosofía, a saber, el conocimiento de las esencias singulares. La esencia se define por el grado de potencia de un cuerpo. ¿Qué puede un cuerpo? Nada podemos decir sobre el alma mientras no sepamos sobre las potencias de un cuerpo, nos
enseña Spinoza. Un cuerpo está definido por su grado de potencia para afirmar sus relaciones, y hacer que una cierta composición permanezca cierto tiempo, tenga cierta continuidad. Claramente siempre afectado por otras relaciones y otros cuerpos, lo que puede comprometer sus relaciones anteriores. Siempre es un grado en el sentido que un cuerpo no puede ser nunca una potencia última. La potencia última es la Naturaleza en su totalidad de relaciones infinitas; los cuerpos solamente son grados en esa potencia infinita. Por más potente que sea un cuerpo, él está en relación con otras potencias, mayores o menores. El tercer género de conocimiento es también una idea adecuada que amplía el conocimiento de las relaciones o causas a un conocimiento del grado de potencia del cuerpo, de sus capacidades y límites de relaciones.

3.3

Ahora bien, ¿en dónde ese análisis de los géneros del conocimiento nos lleva a hablar del suicidio, y en especial del suicidio de Deleuze?
Al hacer coincidir los tres géneros del conocimiento a las tres dimensiones de la individualidad, Deleuze subraya que en Spinoza los géneros del conocimiento son modos de existencia. Todo se juega en el plano de la existencia – extensión, relaciones y esencia. El conocimiento es un conocimiento volcado hacia la experiencia práctica, afectiva. Conocer los grados de potencia, tal como el tercer grado de conocimiento permite, es conocer los límites y potencias de acción de mi cuerpo, las intensidades que sostienen las relaciones y mantienen el conjunto. El conocimiento de las esencias es un conocimiento de lo intensivo.

La muerte que viene de afuera y la eternidad de las relaciones
Llegamos a un punto fuerte de la teoría de Deleuze, las intensidades, el carácter molecular e intensivo del deseo. Llegamos también al punto de la muerte. Deleuze menciona un axioma de Spinoza que es bastante problemático: nos dice el axioma que una cosa más potente puede destruir otra; es el axioma sobre la oposición y destrucción de esencias. La malicia de Spinoza, según Deleuze, consiste en explicar ese axioma en un escolio muchas páginas después. Complementa Spinoza: ese axioma sólo es válido en determinado tiempo y lugar, es decir, cuando las cosas son consideradas en su existencia. ¿Cuándo una esencia pasa a la existencia? Una esencia pasa a la existencia cuando una infinidad de partes extensivas se encuentran determinadas desde afuera a incorporarse bajo tal relación. ¿Qué nos quiere decir Deleuze y Spinoza con eso? Que las cosas sólo se pueden oponer o destruir en el régimen de las partes extensivas, en tanto una relación entre esas partes extensivas está determinada por otra relación exterior a tener tal tiempo de duración. ¿Qué determina la duración de un cuerpo o de una relación? Un Afuera, una Exterioridad.
La muerte viene de afuera. Viene de una determinación necesaria, de lo inevitable que es que “las partes que me pertenecen bajo una de mis relaciones dejen de pertenecerme y pasen a otra relación que caracteriza otros cuerpos”. “Inevitable en virtud misma de la ley de existencia”. Spinoza afirma la exterioridad absoluta de la muerte en contra a cualquier idea de pulsión de muerte, de una muerte que viene de adentro. “Ah, pero si la muerte viene desde afuera, no es necesaria. Usted podría no morir.” A esta objeción Spinoza responde que esos encuentros, esos accidentes extrínsecos tienen leyes. No estamos hablando de un estado de contingencia. Dado que esos encuentros de cuerpos tienen leyes, la muerte es necesaria, “ella responde siempre a leyes que regulan las relaciones entre partes exteriores unas a otras. Es en este sentido que siempre viene de afuera”.[4]
La muerte, en su inevitabilidad, cumple la función necesaria de la ley de la Naturaleza: dado que entre los cuerpos no hay potencia última, siempre hay una potencia mayor que puede sobreponerse a otra potencia. Cuando un cuerpo muere, las relaciones extensivas pasan a pertenecer a otras relaciones, la potencia de actuar de otro cuerpo se encuentra con el mío y disminuye mi potencia de actuar hasta su grado máximo, hasta el grado cero de mi potencia de actuar en el mundo.
Ahora bien, si lo que muere son las partes extensivas, ¿qué es de lo intensivo, de la esencia? ¿Existe una esencia sin existencia? Este es un problema que Deleuze también encuentra en Hume: la naturaleza de las relaciones es exterior a sus términos[5]. Existir es tener las relaciones y la esencia efectuadas por los términos, es decir, por las partes extensivas. Estoy vivo cuando los términos, las partes que me componen, efectúan relaciones con lo exterior y mi esencia en tanto potencia de grado está en relación con otras potencias. Cuando muero los términos ya no efectúan las relaciones. Ahí está la astucia de Spinoza. Las relaciones son exteriores a los términos, no dependen de los términos, no son un resultado de ellos. ¿Qué quiere decir eso? Que cuando los términos dejan de efectuar la relación, es decir, cuando termino de existir en tanto parte extensiva, las relaciones y las esencias dejan de ser efectuadas pero no dejan de ser actuales. Lo intensivo tiene una vida independiente de las partes extensivas.
Hay una eternidad en las relaciones y en las esencias. Eternidad de lo intensivo que permanece actual mientras el cuerpo extensivo perece. “Doble eternidad” dice Deleuze, ya que ni las relaciones ni la esencia pueden morir. En ese nivel no hay oposición, en la dimensión intensiva
[…] todas las relaciones se componen al infinito según las leyes de las relaciones. Siempre relaciones que se componen. Por otra parte, todas las esencias convienen entre sí. En tanto que puro grado de intensidad, cada esencia conviene con todas las otras. En otros términos, decir que un grado de potencia o un grado de intensidad destruye a otro es una proposición desprovista de sentido para Spinoza. Los fenómenos de destrucción sólo pueden existir al nivel que tienen por estatuto. Remiten a los regímenes de las partes extensivas que me pertenecen provisoriamente.[6]

3.0
¿Qué es existir?
Existir es un asunto de proporciones, nos dice Deleuze, hablando con Spinoza. Proporciones entre partes extensivas e intensivas, ideas inadecuadas y adecuadas, afectos-pasión y afectos activos. La individualidad, la existencia está relacionada con tres dimensiones, o con tres géneros del conocimiento. Conforme yo viva en mi existencia los diferentes géneros, mi experiencia práctica es distinta, así como mi muerte es distinta. Puedo alcanzar en mi vida solamente el primer grado de las ideas inadecuadas que me dan los efectos de los cuerpos sobre el mío. En ese caso, cuando ese cuerpo deje de existir, cuando muera la parte extensiva, proporcionalmente, muere la mayor parte de mí. Si alcancé relativamente en mi vida ideas adecuadas y afectos activos, si logré las partes intensivas de mi existencia, cuando muera, morirá una parte menor de mí, a saber, las partes extensivas. Como las relaciones y las intensidades de la esencia son eternas, conquisté “la experiencia de ser eterno”.
Expliquémonos mejor esa experiencia de ser eterno. La eternidad en Spinoza puede ser confrontada con el problema de la inmortalidad planteado por la teología y la filosofía, con todas sus diferencias a ser consideradas, de Platón a Descartes. La inmortalidad del alma, nos dice Deleuze, es un problema que pasa por un antes y un después. Antes de encarnar y después de la encarnación. La premisa en las teorías de la inmortalidad del alma es una consideración temporal, no explicada – “habría una intuición intelectual, como ellos dicen” – de un antes y un después. Ahora bien, para Spinoza el problema “no se trata de un antes y un después, sino de un ‘al mismo tiempo que’. Quiero decir que es al mismo tiempo que soy mortal y experimento que soy eterno”. Decir que experimento que soy eterno es decir que experimento algo que no está bajo la forma del tiempo, las partes intensivas que yo soy, y no las partes extensivas que yo tengo.
Experimento aquí y ahora que soy eterno, es decir, que soy una parte intensiva o un grado de potencia irreductible a las partes extensivas que tengo, que poseo. De modo que el hecho de que las partes extensivas me sean arrancadas (=muerte), no concierne a la parte intensiva que soy desde toda la eternidad. Experimento que soy eterno. Pero, una vez más, bajo una condición: la de ser elevado a ideas y afectos que den a esta parte intensiva una actualidad.[7]
Así, los géneros del conocimiento tienen una aplicación práctica, existencial; alcanzar una actualización de la parte intensiva, nos permite experimentar la eternidad en el aquí y ahora.

El suicidio
Deleuze fue también, como él describió a otros autores, una persona de salud frágil, un agotado[8]. Enferma de tuberculosis y, en 1969, año en que está terminando su tesis de doctorado, descubren que tiene un pulmón perforado que debe ser extraído en una complicada operación quirúrgica. Pasa un año de convalecencia en Limosín, ciudad donde el filósofo solía pasar las vacaciones con su familia. Es, de hecho, en esa situación que Deleuze conoce a Guattari. Desde esa fecha Deleuze vivió con un pulmón, condenado a varias perforaciones e insuficiencias respiratorias al largo de su vida. En 1991 ya se encuentra en estado cada vez más debilitado y necesitado de tubos de oxígeno para respirar.[9] Cuando la falta de respiración se vuelve más violenta, Deleuze recuerda el sufrimiento de su amigo François Châtelet, que muere en 1985, y comunica a Noelle Châtelet, dos semanas antes de su suicidio, que no quería vivir lo mismo que François. Con sus crisis de asma cada vez más fuerte, ya casi imposibilitado para hablar, en noviembre de 1995, Deleuze se arroja desde la ventana de su departamento. “Para afirmar su último cuerpo sin órganos, Deleuze, unió, agenció las restantes fuerzas de su cuerpo orgánico a la fuerza de la gravedad, esta vieja conocida fuerza-del-afuera”.[10]
Ese sufrimiento que Deleuze no quería vivir es el sufrimiento de un cuerpo que ya no aguanta más. De un cuerpo que ya está en el límite de ser determinado por otras relaciones exteriores a él, más potentes, la integración con la Naturaleza. Como vimos, lo que se muere son las partes extensivas. Bajo “la condición de estar elevado a las ideas y los afectos que dan a esa parte intensiva una actualidad”, un acontecimiento se hace eterno en tanto intensidad, relaciones y esencias. Deleuze, si nos permite colocarlo al lado de Spinoza, es también alguien que logró llegar no sólo al según grado de conocimiento sino también al tercero, a aquel que le consagra el “título” de filósofo, de inventor de conceptos. Es debido a su invención, a ese “hacerse” acontecimiento que Deleuze se hace eterno: en su obra, en sus gestos y ritmos que afectaron y siguen afectando otros cuerpos, provocando nuevos problemas y encuentros en y conel mundo.
El último texto de Deleuze se llama Inmanencia…una vida;[11] el texto data de dos meses antes de su muerte y, pareciendo ser un fragmento más del pensamiento deleuzeano, nos deja como último escrito una reafirmación de los conceptos ya trabajados por el autor a lo largo de su obra, tales como el de inmanencia, campo trascendental, vida, acontecimiento. En ese riguroso y pequeño ensayo filosófico Deleuze parece no dejar duda de que afirmó hasta el final sus ideas de un inmanentismo absoluto, de una vida intensiva y creadora más allá del sujeto. El último acto es también una afirmación: afirmación de una muerte digna, reconocimiento de las potencias de un cuerpo, sabiduría que anuncia el último agenciamento. Deleuze parece reafirmar en su muerte lo que decía en su último texto: la impersonalidad de una vida desgarrada de la subjetividad y objetividad, la pura inmanencia en sí misma, el desprender de un acontecimiento. Al arrojarse, al unirse a las fuerzas de la gravedad, una vida intensiva permanece cuando el sujeto-Deleuze muere, una esencia-Deleuze se desprende de la existencia, sobreviviendo eternamente bajo la forma intensiva de ideas y problemas.

Bibliografía 
Deleuze, Gilles, Abecedarioletra D de deseo, disponible https://www.youtube.com/watch?v=hgpucPMBAWg, consultado el 10 de enero 2015.
Deleuze, Gilles, “El agotado”, en Confines, nº 3, Lamarca/Eudeba, Buenos Aires, 1996.
Deleuze, Gilles, Empirismo y subjetividad, pról. Óscar Masotta, trad. Hugo Acevedo, Gedisa, Barcelona, 2002, 4ª. Edición.
Deleuze, Gilles, Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995), Pre-Textos, Valencia, 2007.
Deleuze, Gilles, En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008.
Dosse, François, Gilles Deleuze y Félix Guattari: biografía cruzada, 1ª edición, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009.
Orlandi, Luiz, “Afirmação num lance final”, en Percurso, nº 15, São Paulo, 2/1995, pp. 101-103.
Rolnik, Suely y Guattari, Félix, Micropolítica. Cartografías del deseo, Traficantes de sueños, Madrid, 2006.

Notas
[1] “Claire Parnet: ¿Te sientes responsable por las personas que tomaron drogas?
Gilles Deleuze: Si algo va mal, nos sentimos [Él y Félix Guattari] responsables por todo.

C. P.: ¿Y los efectos de El Anti-Edipo?
G.D: Siempre me he esforzado para que funcionara. En todo caso, creo que nunca, y este es mi único honor, nunca me hice el experto en esas cosas, nunca dije a un estudiante: así es, drógate que tienes razón. Siempre hice todo lo posible para que él la dejara, porque yo soy muy sensible a la minúscula cosa que de repente hace con que todo se vuelva un harapo. (…) Siempre me dividí entre la imposibilidad de criticar a alguien y el deseo absoluto, el rechazo absoluto de que él se vuelva un harapo. Es un desfiladero estrecho, no puedo decir que hay principios, salimos fuera como se puede, a cada intento. Es verdad que el rol de las personas, en ese momento, es el de tratar de salvar los jóvenes, cuanto se pueda. Y salvarlos no significa hacer con sigan el camino correcto, sino de impedirles de volverse harapos. Es solo lo que quiero.” Deleuze, Gilles, Abecedario, letra D de deseo, video completo disponible en  https://www.youtube.com/watch?v=hgpucPMBAWg . Sobre los conceptos utilizados: “Agenciamento (agencement): noción más amplia que la de estructura, sistema, forma, proceso, etc. Un agenciamiento acarrea componentes heterogéneos, también de orden biológico, social, maquínico, gnoseológico. En la teoría esquizoanalítica del inconsciente, el agenciamiento se concibe en oposición al «complejo» freudiano. (…) Cuerpo sin órganos: noción que Gilles Deleuze recoge de Antonin Artaud para indicar el grado cero de las intensidades. La noción de cuerpo sin órganos, a diferencia de la noción de pulsión de muerte, no implica ninguna referencia termodinámica.” Rolnik, Suely et alMicropolítica. Cartografías del deseo, pp. 365, 366.

[2] Orlandi, Luiz, “Afirmação num lance final”, p. 102. La referencia que hace Orlandi sobre el problema-pregunta-contemplación es al texto Diferencia y repetición. 

[3] Deleuze, Gilles, En medio de Spinoza, p. 427.

[4] Ibíd., pp. 432, 442, 444.

[5] “La proposición verdaderamente fundamental es, por tanto, ésta: las relaciones son exteriores a las ideas. Y si son exteriores, el problema del sujeto, tal cual lo formula el empirismo, se desprende de ellas: hay que saber, en efecto, que otras causas dependen, es decir, de qué manera se constituye el sujeto en la colección de ideas. Las relaciones son exteriores a sus términos: cuando James se dice pluralista, no dice, en principio, nada más, así como cuando Russell se dice realista. En esa proposición debemos ver el punto común de todos los empirismos.” Deleuze, Gilles, Empirismo y subjetividad, p. 108.

[6] Deleuze, Gilles, En medio de Spinoza, p. 433.

[7] Ibíd., p. 438.

[8] Sobre el concepto de agotado y los análisis sobre Beckett ver Deleuze, Gilles, “El agotado”.

[9] “Como sabes, no estoy muy bien de salud. Tengo problemas de respiración que a menudo me impiden salir e incluso hablar. Estoy amarrado a un tubo de oxígeno como si fuera un perro. No hay duda de que la enfermedad es una abyección, aunque la mía no sea dolorosa.” Fragmento de una carta de Gilles Deleuze a Jean Pierre Faye, en Dosse, François, Gilles Deleuze y Félix Guattari: biografía cruzada, p. 637.

[10] Orlandi, Luiz, “Afirmação num lance final”, p. 103.

[11] Este texto se encuentra publicado en Deleuze, Gilles, Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995), ed. Pre-Textos, Valencia, 2007.


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Publicado en: http://reflexionesmarginales.com/3.0/el-suicidio-de-deleuze-una-afirmacion-de-la-eternidad/. 

domingo, 8 de abril de 2018

Sublime objeto ignorante

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Por Ivonaldo Leite
La ideología remite a muchas personas la imagen de una cárcel donde ninguna ventana  se comunica con el exterior, sin ningún agujero ofreciendo un punto de fuga. Estructura el modo de pensar y de percibir la realidad.  
Como dice Zizek, la ideología tiene un punto de cinismo, pues implica un mínimo de conocimiento por parte de quien ella involucra. O sea, a pesar de existir una ignorancia de los verdaderos resortes, de la dirección de la maquinaria, en el fondo, algo se sabe acerca de cómo funciona todo. Pero, la ideología tiene que pasar desapercibida, debe sustraerse a todo reconocimiento; si no lo hace, acaba su sortilegio.
Se puede decir, sin embargo, que el funcionamiento de su maquinaria conta con la complicidad de la “comunidad” y con los “favores” del sujeto. Éste entra en lance sin tapujos, y sabiendo que la realidad social se diferencia de la orden de las ideas, habiendo una brecha entre ambas, pero, incluso y así, mantiene su ignorancia como base de su existencia social. Teniendo ello en cuenta, es pertinente el enfoque zizekeano que relaciona ideología con la perspectiva psicoanalítica de Lacan. Es decir, señala que, en cierta manera, dicha característica de lo ideológico entronca con la naturaleza del síntoma, a saber: configuración ritual cuya forma y consistencia implica un desconocimiento. Dicho en otras palabras, el sujeto goza (en sentido psicoanalítico-lacanianao) de su síntoma en tanto que implica necesariamente un no querer saber. Por ello, puede afirmarse sin ambages que toda ideología es, en última instancia, sintomática.
Si el individuo llega a tener percepción de la línea divisoria que hay entre su mundo concreto y el mundo de la ideología, y no quita la máscara ideológica que envuelve su cotidiano, es porque la elaboración ideológica hace entrar en juego la fantasía como forma de nutrir el imaginario que organiza la percepción del sujeto. Ésta se manifiesta de manera muy efectiva en el caso de la relación mercantil. Por ejemplo, sabemos que detrás de las relaciones mercantiles hay relaciones intersubjetivas. O sea, en cualquier transacción hay vínculos entre sujetos que buscan un dividendo. Ahora bien, en la practica se actúa como si el dinero y la mercancía tuviesen una existencia independiente o bien fuesen la encarnación absoluta de esas relaciones intersubjetivas. De esta forma, los sujetos aparecen como fetichistas de la mercancía, pero el análisis objetivo revela que el dinero y la mercancía no tienen una realidad independiente. Paradójicamente, se toma conocimiento de ello, y, aún así, se actúa como si no lo supiera. Esto da lugar a la fantasía ideológica, o sea, la doble ilusión de pasar por alto la ilusión que define y vertebra nuestra realidad con el mundo social.
Por lo tanto, la ideología se sustenta en una fantasía inconsciente que agrega la experiencia del sujeto y lo moviliza consonante sus intereses. Las personas se mueven por ella y creen a pies juntillas en ella. Creencia, debemos leerla en términos de enlaces subjetivos, pero también más allá de lo estrictamente fenomenológico, pues implica siempre una materialización. Sin embargo, la creencia mantiene la estructura ideológica que regula la realidad social. No obstante, ello no significa el predominio de una perspectiva conductista (inepta), pues la intervención de la actuación externa, que también regula la creencia, es siempre el soporte material del inconsciente. Como resultado de ello, existe una interconexión entre inconsciente y acción del sujeto.
En resumen, podemos decir que el aspecto central de la ideología es la construcción de una fantasía que aparenta ser el sustentáculo básico de nuestro mundo social, cuando, al fin y al cabo, es una ilusión que busca producir el universo axiológico que regula la nuestra existencia.