Por Adolfo de Francisco Zea
(Academia Nacional de Medicina de Colombia)
El tema de la muerte ha sido preocupación del ser
humano a todo lo largo de su evolución. El hombre de Neanderthal, que vivió
hace 500.000 años, colocaba ofrendas florales en las tumbas, como lo ha
demostrado el estudio de fósiles de especies botánicas florales encontradas en
algunos entierros y clasificadas ya con precisión. Y desde los comienzos de las
distintas formas de escritura, el tema de la muerte se hizo presente en textos
tan antiguos como el Libro de los Muertos de Egipto, la Epopeya de Gilgamesh de
la Mesopotamia y las estelas de piedra de antiguas culturas semíticas e
indoamericanas. Desde esas épocas hasta la actual se han escrito bibliotecas
enteras sobre el fenómeno de la muerte analizándolo desde muy distintos puntos
de vista en sus aspectos, biológicos, sociales, culturales y científicos, y se
ha estudiado extensamente la actitud del ser humano ante la misma en distintas
épocas de la historia.
Son tan diversas las concepciones del hombre sobre la
muerte como variadas las actitudes para enfrentarla; si éstas últimas se
quisieran analizar en detalle, la magnitud de cualquier estudio que se llevara
a cabo sería inmensa. Existe, sin embargo, la posibilidad de abordar el
problema, no deteniéndose en los detalles que muestran en la superficie las diversas
concepciones, sino explorándolas en profundidad, para tratar de encontrar
aquello que pueda ser común a muchas de las actitudes ante la muerte y a muchas
de las concepciones sobre la misma.
Son múltiples las concepciones filosóficas, religiosas
y científicas sobre la muerte. Un libro de John Dick daba solo tres opciones
principales para entender lo que ocurre con la muerte, bien sea la extinción
total, o la preservación de la personalidad, o el continuo renacimiento del
alma. Esta es sólo una manera de entender la muerte al rededor de la idea de la
supervivencia; es en nuestra cultura el modo popular de concebirla y tuvo su
origen en una de las grandes tradiciones filosóficas occidentales: el
platonismo. Sin embargo, la supervivencia es un tema que se detecta sólo en muy
pocas de las diversas concepciones filosóficas sobre la muerte; muchas de ellas
no consideran la supervivencia como un valor o no la contemplan como una
posibilidad.
Epicuro decía en una famosa sentencia: “Si somos, la
muerte no es; si la muerte es, no somos”. De acuerdo a esta sentencia, sólo
podemos estar en un lado respecto de la muerte. De éste lado la muerte aún no
existe; del otro lado no existe ya la vida. Si la distinción entre la vida y la
muerte es tan total, debemos entender que la muerte es el punto en que la vida
llega a un fin sin continuidad.
Los filósofos se preguntan si podemos experimentar la
muerte. La respuesta que nos da el filósofo Ludwig Wittgenstein, es que podemos
experimentarla tanto como podemos ver más allá del campo de la visión. En la
total ausencia de luz no vemos la oscuridad, simplemente no vemos nada. No
experimentamos la muerte cuando la vida se termina, simplemente no
experimentamos. Pero cómo llegamos a saber de la muerte? En qué forma se nos
manifiesta? Una respuesta bien obvia es que experimentamos la muerte de otros.
Pero qué es la muerte de otros lo que experimentamos como muerte? No estamos
hablando de los órganos que cesan en su funciones vitales, sino de las
personas, y las personas no se componen solamente de órganos, como las
sinfonías no consisten solamente de ondas sonoras. Y así como lo que escuchamos
no es un sonido, sino la sinfonía Resurrección de Mahler, no son las funciones
orgánicas de los seres que mueren lo que experimentamos como muerte, sino la
ruptura irreversible de las conexiones que tenemos con eses seres amados. La
muerte tiene el efecto inmediato de revelar esa interconexión con la vida. Con
frecuencia ignoramos cuán cercanamente se desarrolla nuestra autocomprensión en
relación a otra persona hasta que esa persona ha sido arrebatada por la muerte.
La muerte de los demás, de los seres queridos, y, en
el caso de los médicos, la de nuestros pacientes, nos señala nuestra
dependencia de la red de conexiones, y a su vez demuestra que la red depende
también de nosotros; nuestras relaciones con los demás son siempre recíprocas y
se establecen en cierta forma de acuerdo a nuestra libertad. Aquí la muerte nos
revela algo paradójico: tenemos la vida por otros y con otros, pero sólo hasta
el grado en que participamos libremente en nuestra relación con las personas.
En otros términos, nuestra vida no es nuestra en el sentido de que nos
pertenezca exclusivamente a nosotros; sin embargo, se vuelve nuestra en la
medida en que la compartimos y hacemos de ella un regalo para otros. No es la
muerte de otros la que experimentamos como muerte, sino la discontinuidad que
la muerte provoca en nuestras propias vidas; y el dolor que sentimos por la
muerte de un ser amado significa que la propia continuidad de muestras vidas se
destruye o se modifica, como lo ha señalado acertadamente el profesor James P.
Carse en su célebre libro “Muerte y Existencia”.
Cuando experimentamos la pérdida de la continuidad por
la muerte de otro, la sentimos como algo incoherente, sin sentido. Por qué, nos
preguntamos; por qué murió esa persona? En el fondo nos preguntamos para qué
existe la vida y cuál es el sentido de nuestra propia vida. A esta experiencia
nos referimos habitualmente como una pena. El pasado parece reducirse a cero e
incluso el pensamiento pierde su fuerza, su coherencia y su impulso. El llanto
es la expresión más adecuada del estado interior de los dolientes y se refleja
con amplitud en las prácticas funerarias. En las culturas europeas los
dolientes se identifican usando el color negro como el color de la muerte; en
las orientales usan el blanco.
Hemos dicho que lo que experimentamos con las muertes
ajenas no es la muerte como tal sino la discontinuidad que ella provoca en
nuestras vidas. Pero, por otra parte, todo aquello que nos lleve a pensar que
nuestra vida se vuelve nada, tiene el poder de la muerte ya que nos confronta
con amenazas radicales a la continuidad de nuestras vidas. El concepto de pena
se encuentra tratado desde muy diversos enfoques, como Karma o destino, como
desesperación o como abandono. Pero la muerte que sentimos como impuesta desde
afuera, como algo ajeno y opuesto a nosotros, ante la cual somos impotentes, el
reto mismo de la muerte, puede encararse llevando su amenazante discontinuidad
a una continuidad más alta. Da la carne a la muerte, es el consejo de los
pensadores que sostiene ese punto de vista, y da la otra parte a la vida, a la
mente quizás, o al espíritu, o al todo. Puesto que la muerte es un poder, lo
que uno logra no es la eliminación de la muerte, sino una forma más alta de
libertad capaz de establecer su continuidad a pesar de la muerte. De allí que,
en las grandes civilizaciones, las ideas religiosas y las concepciones
intelectuales de la historia consideran que la muerte, percibida como una
discontinuidad, no es lo que roba su significado a la vida sino lo que hace
posible una mayor significación de la vida.
Una rápida revisión del pensamiento que sobre la
muerte y la actitud ante ella que han tenido diversas culturas y sistemas
religiosos o filosóficos, nos permite encontrar que lo inevitable de la muerte
es un núcleo central común a todas esas diversas maneras de pensar; pero
también nos señala los diversos significados que ha tenido la muerte para
muchos pensadores.
Los griegos de la época homérica pensaban que las
almas de los muertos se congregaban como sombras en un lugar gris y opaco, el Hades; el futuro para ellas era
ciertamente sombrío. Creían que la verdadera supervivencia era la que se
alcanzaba mediante la gloria obtenida en las batallas y en los juegos
olímpicos. De allí las imponentes ceremonias fúnebres que se realizaban, y que
fueron bien descritas para la posteridad en los funerales de Patroclo y en la
manifestación de la gloria de Aquiles; y la suntuosidad de las celebraciones olímpicas
en las que los atletas vencedores eran coronados con laureles, tal como Apolo
lo había indicado, para mantener la vivencia de la gloria.
Para Platón y los socráticos, sólo el cuerpo podía
morir; el alma, debidamente purificada, permanecía intocada a la extinción del
cuerpo. Platón consideraba que lo real o la verdad es lo inmutable, y por lo
tanto distinto de todo lo temporal, y que el alma debe ser como la verdad para
poder conocerla. De allí que diga en las Leyes: “De todas las cosas que un
hombre posee, cercanas a los dioses, la más divina y la más suya es el alma”.
Pensaba que el alma, siendo inmortal, renacía a la vida muchas veces y
acumulaba conocimientos; conocimientos que se perdían al nacer y obligaban al
alma a aprender de nuevo. El conocimiento, para Platón, adquiría la calidad de
ser importante y poderoso en razón de lo cual podía considerarse como un
antídoto contra la muerte. Pero aquellas almas que, en la vida, se ataron a los
objetos materiales del mundo, en el pensamiento platónico, no se liberaban
totalmente del cuerpo, arrastraban consigo mismo la sombra de su existencia
terrenal y no lograban la perfecta unión con la realidad absoluta. Son ellas,
al decir de Sócrates, las que retienen una porción de visibilidad y se ven como
fantasmas o espíritus cerca de las tumbas y en los cementerios.
La fuerza del pensamiento platónico radica en que
evoca el anhelo humano de sobrepasar la muerte, que discute en términos de la
calidad indirectamente identificable de la experiencia vivida. Su propuesta es
ver la vida como una continuidad infinita; como tal la vida no tiene opuesto.
No es la vida contra la muerte; es la vida y no la muerte. Morir, para Platón,
es un cambio, es solo abandonar el cuerpo; vivir, es tener residencia eterna en
el verdadero conocimiento.
Epicuro, cuya famosa sentencia cité anteriormente,
nació en Atenas en el año 341 antes de Cristo, algunos años después de la
muerte de Platón y de Sócrates. El principio fundamental del pensamiento de
este filósofo es que nada nace de la nada. Pensaba que el universo estaba
compuesto de distintas unidades de materia llamadas átomos, incapaces de
cambiar y por lo tanto eternas. Creía que los objetos son creados cuando gran
número de átomos, provenientes de diferentes direcciones, chocan y continúan
rebotando entre sí a gran velocidad hasta formar una masa que exhibe una
estabilidad momentánea. Los átomos nunca dejan de moverse en esa masa, pero sus
impactos crean una pauta sutil de vibraciones; pensaba que ocasionalmente los
átomos se desvían de su camino e hizo en esa forma intervenir el elemento del
azar en sus especulaciones y razonamientos atómicos. Para Epicuro, el alma es
material y por lo tanto formada por átomos; sólo así es posible que el alma
mueva al cuerpo, ya que algo inmaterial no puede influir sobre algo material.
En la parte racional del alma, existe una acumulación de átomos muy finos que
pueden reflejar las imágenes hacia adelante y hacia atrás entre ellos mismos a
velocidades muy altas; allí se origina el pensamiento.
Para Epicuro la vida era un accidente que aparecía por
azar sin que nada lo causara, y que terminará también sin que quede ni haya
efecto perdurable sobre otra cosa. Ese agregado fortuito de átomos, que para
Epicuro constituía la vida, con todo lo extraordinario de una permanencia
fugaz, es una mezcla de lo material y lo sutil o etéreo, que recuerda el final
del poema de Juan Lozano y Lozano a la Catedral de Colonia que dice así:
Y se
piensa delante de su fachada
en alguna
cantera evaporada
o en
alguna parálisis del viento.
Esa estructura transitoria y fugaz en el tiempo que es
la vida, termina en la muerte por la inevitable dispersión de los átomos. El
agente de la muerte no es algo externo a la materia que la dirige en tal o cual
forma; es la naturaleza misma de la materia. De esos razonamientos suyos,
Epicuro deducía con facilidad sus consejos: no intentar ordenar lo fortuito;
dejar que la muerte se adueñe del futuro y vivir el presente eliminando el
deseo. En forma muy típica suya, aconsejaba: “Si quieres hacer rico a Pitocles
no le des dinero; haz que su deseo de riqueza disminuya”. Frente a la muerte,
proponía Epicuro un sereno olvido; vivir el presente y atender sólo a las más
rudimentarias funciones de la existencia como la sed y el hambre. “Aquel que
enfrenta el mañana con menos necesidades se encontrará con él más alegremente”.
Las anteriores consideraciones nos llevan a pensar en
los desarrollos de la ciencia moderna que se inició con las múltiples
discusiones divergentes entre mecanicistas y vitalistas. Científicos evidentemente
materialistas, como Schrödinger, consideran que algún día las leyes de la
física podrán explicar el fenómeno de la vida de la misma manera en que pueden
dar cuenta de cualquier fenómeno. Piensa que los átomos deben ostentar iguales
características, ya sea que se encuentren en la materia animada o en la
inanimada, y que a nivel de átomos no puede haber vida ni muerte; allí sólo
impera el riguroso juego de la energía. Jacques Monod, más biólogo y químico
que Schrödinger, llega a las mismas conclusiones en su libro “El Azar y la
Necesidad”, en el cual considera, con similitud asombrosa a Epicuro, que todo
fenómeno vivo o inerte está sujeto simultáneamente al azar y a la necesidad. La
vida es distinta de la muerte sólo por el hecho de que, en virtud del azar, ha
evolucionado en una variedad de estructuras que tienen la propiedad de
reproducirse a sí mismas, junto con un tolerable nivel de un elemento fortuito
que se empotra en la estructura reproducida. Morir, entonces, dispersión de los
átomos, es el fenómeno natural; vivir, es el milagro, como lo señalara entre
nosotros un médico y filósofo, el doctor Luis Zea Uribe.
Epicuro y los modernos filósofos materialistas, se
encuentran finalmente en el átomo sobre el que había razonado después de Demócrito,
y que los científicos materialistas han estudiado con la ciencia y la
tecnología modernas. Tanto para los unos como para los otros la actitud ante la
muerte es de serenidad, sin nostalgia ni angustia y sin pensar en la
supervivencia del ser individual; anhelando, quizás, que los átomos dispersos
alguna vez se congreguen en estructuras que ordenen el azar, y que puedan tal
vez tener las características de los seres humanos.
El advenimiento del Cristianismo hace dos mil años,
señaló una nueva dimensión a las concepciones que se tenían sobre la muerte en
la tradición grecorromana. Cristo buscó una transformación radical del hombre.
Pero, como lo ha señalado el teólogo Hans Küng, no se trataba de una
transformación al estilo de Sócrates, del progresivo desarrollo del recto
pensar en orden al recto obrar; ni al estilo de Confucio, la instrucción y
formación del hombre fundamentalmente bueno; y tampoco una transformación por
iluminación, al estilo ascético de Gautama Sidharta, quien se convirtió en
Buda, el iluminado, para llegar, por ese camino, a la intuición de la causa del
sufrimiento, a la eliminación del dolor y finalmente a la propia extinción en
el Nirvana. Al dignificar la posición del hombre, Cristo lo colocaba por encima
del legalismo, del institucionalismo y del dogmatismo de las antiguas
tradiciones judías. La predicación y la praxis de Jesús no respondieron, en
absoluto, a las tradicionales expectativas mesiánicas de los fariseos, de los
zelotas y de los esenios.
En los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas,
llamados así porque consisten en una colección de homilías e historias que
circularon de manera oral entre los creyentes dos o tres décadas antes de ser
escritos, dos son los temas fundamentales: la creencia de Jesús en un Dios
único, capaz de proveer todo lo necesario a aquellos que buscan fielmente su
justicia, y el amor incondicional para con Dios y para con el prójimo. Su
prédica se centraba en enseñar a las personas la adecuada relación con Dios
mediante el arrepentimiento, y la adecuada relación de unos con otros a través
del perdón. La muerte, en el contexto de los evangelios sinópticos, es
ciertamente un hecho inevitable, pero, dentro del panorama de la vida de una
persona religiosa, es un hecho infinitamente menos importante que la obediencia
a Dios y el amor al prójimo.
Sin embargo, frente a su propia muerte, Jesús
experimenta la variedad de emociones que se podrían esperar de un mortal
ordinario. Al temor, en sus horas finales, se agregan los sentimientos de
traición y abandono por parte de sus amigos. Dice San Lucas en 22:42-44: “Padre,
si quieres, aparta de mí este cáliz; sin embargo, no se haga mi voluntad sino
la tuya. Y estando en agonía oraba más intensamente; y fue su sudor como
grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. Y en Mateo 27:46: “Eli,
Eli, lemá sabaktani”, que quiere decir, “Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado?” Esto es más que temor a la muerte; es el temor a que su vida
hubiera sido en vano.
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Conferencia en el Departamento de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia.