Por Dante Latino
Leo, con una cierta
melancolía, un resignado ensayo del notable filósofo italiano Norberto Bobbio.
El título retoma el más celebre de Cicerón: De senectute, o sea, “Tratado de la
senectud”, o “Reflexiones sobre la vejez”. El libro tiene la extraña forma de
una serie de despedidas a la vida, como si Bobbio sintiera, cada vez, que su
muerte es inminente, y al ponerse a escribir el siguiente artículo, lo
sorprendiera la extrañeza de estar todavía vivo, y por tanto, obligado a
despedirse otra vez. Su primer discurso, en realidad, no es una despedida de la
vida, sino una despedida bastante sarcástica de sus colegas del Claustro de
docentes de la Facultad de Ciencias Políticas de Turín. Bobbio había cumplido
los 75 años y la ley lo obligaba a jubilarse. Son los escritos sucesivos los
que están impregnados de un estoico pesimismo, como si el autor estuviera en el
mundo aceptando con resignación su destino de sobreviviente.
Con una cierta nostalgia, Bobbio admite que, en los últimos tiempos, las edades del hombre se han ido desplazando, de modo que una persona de sesenta años solo es considerada una persona vieja por las oficinas de la jubilación. La vejez, dice, comienza a los ochenta años. De esa cuenta, a la tercera edad, que era la última, se ha añadido el término de la “cuarta edad”: aquellas personas que superan los sesenta, los setenta, los ochenta y hasta los noventa años. (Habría que considerar que Bobbio habla dentro de una sociedad opulenta, y que sus reflexiones no se pueden aplicar en todo el mundo, en donde, a veces, hay gente que todavía tienen dificultad para alcanzar los 60 años).
A propósito de la diferencia entre sociedades opulentas y sociedades tradicionales, Bobbio señala que, en las tradicionales, el anciano representa el tesoro cultural de la comunidad, es una eminencia. En cambio, en las sociedades “evolucionadas” (Bobbio usa este término), “el cambio siempre más rápido de las costumbres y de las artes ha trastocado la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo se convierte cada vez más en aquel que no sabe respecto de los que saben, y los que saben, saben porque tienen mayor facilidad de aprendizaje”. Al envejecimiento fisiológico se acompaña el cultural y el social, de modo que el anciano se encuentra aislado, estático en un mundo en constante cambio.
Con una punta de ironía, Bobbio señala que por siglos nos hemos dividido en clásicos y románticos –recordar la división entre dionisíacos y apolíneos, o entre platónicos y aristotélicos—pero que la velocidad de los cambios culturales ha creado una nueva división, entre modernos y postmodernos. La gran novedad de nuestro tiempo, la postmodernidad, señala, tiene un nombre bastante flojo: “post” significa solamente que viene después de algo, pero, en sí, es vocablo vacío, débil.
Como hombre de cultura, Bobbio sabe que está recorriendo un sendero cuya maleza otros han desbrozado. Recuerda a Cicerón, y anota que el tribuno romano adopta el modelo clásico del desprecio por la muerte. Además, dice Cicerón, no hay preocupación alguna, si el alma sobrevive al cuerpo. Cita: “Un albergue nos ha dado la naturaleza para estar allí por un tiempo, no para quedarnos. Será muy bello el día que me iré hacia aquel divino lugar donde las almas se concilian y me desprenderé de estas confusiones turbadoras”. Con irónico sentido de la paradoja, Bobbio da un salto hacia el positivista darwiniano Mantegazza, que liquida la preocupación de la muerte con una frase lapidaria: “Basta no pensar en ella”. ¿Por qué atormentarse con el pensamiento de la muerte? La muerte no es más que el regreso a la naturaleza, en donde confluyen todas las cosas.
Mientras nos quedamos en el plano teórico, podemos construir estupendas elaboraciones mentales. Pero si examinamos la cuestión en la práctica, constatamos que la vejez viste diversos hábitos en el mundo contemporáneo. Por una parte, señala el filósofo italiano, es un problema social, sea por el número de personas ancianas que viven en las sociedades industrializadas sea por el número de años que sobreviven los viejos. Por otra parte, vistas las características de estas sociedades, los ancianos se han convertido en una tajada del mercado, sobre todo en la publicidad. Allí se ven viejos sonrientes, felices de estar en el mundo, porque finalmente pueden consumir algún tónico regenerativo o porque pueden gozar de vacaciones especialmente divertidas. “En una sociedad donde todo se puede comprar y vender”, declara con amargura, “también la vejez puede convertirse en una mercancía como todas las demás”.
Bobbio, pasa, por último, a su propia experiencia. Uno creería, dice, que en la edad última aparecen el miedo y la esperanza. El filósofo nos comunica que no es así. Más que miedo, lo que domina es el tedio, el hastío, lo que en otro siglo llamaban el spleen. Y en lugar de la esperanza se instaura el cupio dissolvio, o sea, el deseo de la disolución, del fin, de terminar de una vez por todas con algo que ya no tiene sentido. “El viejo”, dice, “perdido ya el juicio, penoso no a sí mismo sino a los otros, es víctima de una cruel penitencia de la cual ignora la causa”.
Las amargas reflexiones de Bobbio se concluyen con una consideración que, sin ser original, de alguna manera aclara el camino: la edad anciana es el tiempo de la memoria. Ya no hay tiempo de hacer proyectos, sino de hacer el camino hacia atrás, de recorrer cada etapa de nuestra vida y encontrarle el sentido y el sinsentido. Hacer memoria es una labor fatigosa, porque a veces los recuerdos turban. Sin embargo, dice, es una actividad sana porque te encuentras contigo mismo, con tu identidad, no obstante los años pasados y la vida transcurrida. Y entonces, te darás cuenta, señala, que en la vejez uno comprende que el camino no se ha cumplido, que se quedaron muchas cosas por hacer y que el tiempo para hacerlas ha terminado. El único consuelo son los afectos que el tiempo no ha devorado.
Con una cierta nostalgia, Bobbio admite que, en los últimos tiempos, las edades del hombre se han ido desplazando, de modo que una persona de sesenta años solo es considerada una persona vieja por las oficinas de la jubilación. La vejez, dice, comienza a los ochenta años. De esa cuenta, a la tercera edad, que era la última, se ha añadido el término de la “cuarta edad”: aquellas personas que superan los sesenta, los setenta, los ochenta y hasta los noventa años. (Habría que considerar que Bobbio habla dentro de una sociedad opulenta, y que sus reflexiones no se pueden aplicar en todo el mundo, en donde, a veces, hay gente que todavía tienen dificultad para alcanzar los 60 años).
A propósito de la diferencia entre sociedades opulentas y sociedades tradicionales, Bobbio señala que, en las tradicionales, el anciano representa el tesoro cultural de la comunidad, es una eminencia. En cambio, en las sociedades “evolucionadas” (Bobbio usa este término), “el cambio siempre más rápido de las costumbres y de las artes ha trastocado la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo se convierte cada vez más en aquel que no sabe respecto de los que saben, y los que saben, saben porque tienen mayor facilidad de aprendizaje”. Al envejecimiento fisiológico se acompaña el cultural y el social, de modo que el anciano se encuentra aislado, estático en un mundo en constante cambio.
Con una punta de ironía, Bobbio señala que por siglos nos hemos dividido en clásicos y románticos –recordar la división entre dionisíacos y apolíneos, o entre platónicos y aristotélicos—pero que la velocidad de los cambios culturales ha creado una nueva división, entre modernos y postmodernos. La gran novedad de nuestro tiempo, la postmodernidad, señala, tiene un nombre bastante flojo: “post” significa solamente que viene después de algo, pero, en sí, es vocablo vacío, débil.
Como hombre de cultura, Bobbio sabe que está recorriendo un sendero cuya maleza otros han desbrozado. Recuerda a Cicerón, y anota que el tribuno romano adopta el modelo clásico del desprecio por la muerte. Además, dice Cicerón, no hay preocupación alguna, si el alma sobrevive al cuerpo. Cita: “Un albergue nos ha dado la naturaleza para estar allí por un tiempo, no para quedarnos. Será muy bello el día que me iré hacia aquel divino lugar donde las almas se concilian y me desprenderé de estas confusiones turbadoras”. Con irónico sentido de la paradoja, Bobbio da un salto hacia el positivista darwiniano Mantegazza, que liquida la preocupación de la muerte con una frase lapidaria: “Basta no pensar en ella”. ¿Por qué atormentarse con el pensamiento de la muerte? La muerte no es más que el regreso a la naturaleza, en donde confluyen todas las cosas.
Mientras nos quedamos en el plano teórico, podemos construir estupendas elaboraciones mentales. Pero si examinamos la cuestión en la práctica, constatamos que la vejez viste diversos hábitos en el mundo contemporáneo. Por una parte, señala el filósofo italiano, es un problema social, sea por el número de personas ancianas que viven en las sociedades industrializadas sea por el número de años que sobreviven los viejos. Por otra parte, vistas las características de estas sociedades, los ancianos se han convertido en una tajada del mercado, sobre todo en la publicidad. Allí se ven viejos sonrientes, felices de estar en el mundo, porque finalmente pueden consumir algún tónico regenerativo o porque pueden gozar de vacaciones especialmente divertidas. “En una sociedad donde todo se puede comprar y vender”, declara con amargura, “también la vejez puede convertirse en una mercancía como todas las demás”.
Bobbio, pasa, por último, a su propia experiencia. Uno creería, dice, que en la edad última aparecen el miedo y la esperanza. El filósofo nos comunica que no es así. Más que miedo, lo que domina es el tedio, el hastío, lo que en otro siglo llamaban el spleen. Y en lugar de la esperanza se instaura el cupio dissolvio, o sea, el deseo de la disolución, del fin, de terminar de una vez por todas con algo que ya no tiene sentido. “El viejo”, dice, “perdido ya el juicio, penoso no a sí mismo sino a los otros, es víctima de una cruel penitencia de la cual ignora la causa”.
Las amargas reflexiones de Bobbio se concluyen con una consideración que, sin ser original, de alguna manera aclara el camino: la edad anciana es el tiempo de la memoria. Ya no hay tiempo de hacer proyectos, sino de hacer el camino hacia atrás, de recorrer cada etapa de nuestra vida y encontrarle el sentido y el sinsentido. Hacer memoria es una labor fatigosa, porque a veces los recuerdos turban. Sin embargo, dice, es una actividad sana porque te encuentras contigo mismo, con tu identidad, no obstante los años pasados y la vida transcurrida. Y entonces, te darás cuenta, señala, que en la vejez uno comprende que el camino no se ha cumplido, que se quedaron muchas cosas por hacer y que el tiempo para hacerlas ha terminado. El único consuelo son los afectos que el tiempo no ha devorado.
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