1. INTRODUCCIÓN
La sociología de la discapacidad es una especialidad
reciente. Durante la historia de esta ciencia ha existido un significativo
olvido de este sector de la población, pese a su importancia teórica y
demográfica. La perspectiva clínica asoció a la discapacidad con situaciones de
tragedia personal, patologías e incluso con la idea de inferioridad biológica.
Dado que dominó por mucho tiempo el campo de la explicación, limitó las
posibilidades de comprensión integral y la reconceptualización de la
problemática en relación con las condiciones que impone la sociedad, sea
limitando o facilitando el acceso a una vida digna con ejercicio de derechos.
El concepto de dignidad es
clave en el discurso y en la práctica de los derechos humanos.
La agenda de la sociología de la discapacidad es
amplia y presenta retos mayúsculos, tanto en sus formulaciones analíticas como
en la supervisión e implementación de políticas públicas de vanguardia. Sin
duda, las contribuciones más relevantes se han generado en los ámbitos médico,
psicológico y pedagógico. Los esfuerzos orientados hacia un cambio de
perspectiva tienen escasas décadas. No obstante, en los dominios teóricos ha
habido modificaciones sustanciales, aunque insuficientes. El desarrollo de la
teoría social de la discapacidad ha ido desplazando el punto de atención del
individuo hacia las condiciones del entorno social y comunitario. Se ha pasado
de un paradigma etiológico a uno más complejo, en el cual se consideran
aspectos normativos, interpretativos y culturales. Asimismo, se da mayor peso a
la reacción social y a la imputación de significados distintos a un hecho
presuntamente objetivo y natural.
El segundo modelo de atención a las personas con
discapacidad [el primero es el médico] es el referido paradigma o modelo social
o de derechos humanos, el cual surge a partir de la segunda mitad del siglo XX,
a finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970. Con este paradigma de
atención a la discapacidad, se observó en la mayoría de las sociedades un
importante proceso de transformación conceptual-práctica, en torno a la manera
en que son concebidas las personas con discapacidad.
Dicho proceso ha significado transitar del modelo
rehabilitatorio, que representaba el modelo médico, al paradigma de los
derechos humanos y sociales. El concepto pasa de la segregación-integración al
principio de la inclusión. También de la objetivación y superposición de la
deficiencia, a la dignificación de la persona, donde se valora su condición de
ser humano. Por último del enfoque asistencialista, al concepto de sujeto de
derechos. Es el modelo social de atención a la discapacidad.1
El enfoque social asume a la discapacidad como
producida, mantenida o reafirmada colectivamente, desde la etiquetación
negativa hasta la generación de obstáculos. En esta perspectiva, el problema no
está en las personas, sino en las condiciones adversas y en los sistemas de
discriminación improvisados e institucionalizados. La discapacidad, así,
adquiere nuevos contenidos y perspectivas de análisis. Además de cuestionar las
etiquetas, uno se pregunta: ¿quién las aplica?, ¿por qué?, ¿cómo?, ¿contra
quién? y, sobre todo, ¿qué consecuencias tienen en la vida de las personas y en
las relaciones que cotidianamente establecen?
Por consiguiente, la definición de qué es “enfermedad
mental” debía considerarse política, en el sentido de expresar las preferencias
e intereses de un sector social o de una determinada cosmovisión en detrimento
de otra. Implícita surge la idea de que la enfermedad mental no es algo ubicado
en el sujeto, una característica intrínseca de la persona, sino una definición,
una atribución a un estatus social inferior, utilizada para degradar ciertos comportamientos.2
Esta postura caracterizó al movimiento de la
antipsiquiatría y a los representantes del labelling approach (teoría de la
etiquetación), quienes criticaron el enfoque positivista. Dicho enfoque asumía
que lo único objetivo era lo médico. Como consecuencia, las acciones sociales
de los considerados locos fueron calificadas como simples actos irracionales,
determinados y patológicos. Así, se despolitizaron los problemas del control
social, se medicó la desviación, se institucionalizó a los pacientes y se
redujo todo a un conflicto individual.
Pese a estas críticas y a su posterior moderación, en
la actualidad aún destacan los estudios sobre la integración educativa. En
contraste, las dimensiones sociales, familiares, políticas y laborales de las
personas con alguna insuficiencia han sido escasamente consideradas; se ha
fragmentado su valoración como ser biopsicosocial. El cambio de concepto no
sólo replantea el debate en cuanto a la integración de las personas con
“necesidades especiales”, sino también respecto a los ámbitos de intervención y
el sentido de la propia investigación social. Ésta se desarrolla en la
abstracción de actores sociales homogéneos, sin considerar condiciones de
clase, lugar de residencia, preferencias individuales y la influencia del grupo
de pares. No es lo mismo, para acabar pronto, vivir en una sociedad capitalista
que en una socialista o en un régimen democrático frente a uno autoritario.
Además, bajo la óptica de las ciencias sociales, la
discapacidad guarda relación con otras formas de exclusión, maltrato y
discriminación. La pobreza, en cierto modo, facilita la discapacidad y la hace
más evidente. Esto se explica por una deficiente alimentación durante el
embarazo, carencia de servicios públicos, falta de atención médica de calidad,
inexistencia de estimulación temprana y ausencia de otros estímulos positivos.
Ser pobre no es una elección, al menos no en la mayor parte de los casos, sino
el resultado de la geopolítica económica y de la inequitativa distribución del
ingreso per cápita. No es lo mismo, por tanto, tener atrofia senil y contar con
mucho dinero, que padecer el peso de la edad avanzada y no tener ni los
recursos para alimentarse.
De hecho, casi todas las definiciones de discapacidad
en la tercera edad parten del principio de deterioro. Esto se debe a que
conforme pasan los años, los ancianos requieren cada vez más tipos de ayuda:
física, doméstica, económica y en especie. El deterioro físico e intelectual de
las personas envejecidas, debido al alto grado de dependencia, puede provocar
una auténtica discapacidad para valerse por sí mismas. Vemos un ejemplo en los
casos de demencia senil y presenil, caracterizadas por lesiones específicas de
las células nerviosas del cerebro.3
Al respecto, el papel de la familia en el proceso de
envejecimiento de la población tiene especial significado para las mujeres.
Sobre ellas recae el cuidado de los ancianos en su papel de esposa o hija;
además, la mayor sobrevivencia femenina y la reducción en el número de hijos
lleva a una proporción cada vez más importante de mujeres a vivir en soledad,
con limitaciones económicas y posiblemente físicas. Estas
son cuestiones sociodemográficas de la mayor importancia.
No obstante, en estricto sentido no existe una teoría
social de la discapacidad. Se podría decir que está en proceso. Este trabajo es
una contribución. Los esfuerzos iniciados plantean la centralidad de las
barreras arquitectónicas, institucionales e ideológicas (ideas equívocas y
denigrantes), así como los procesos estructurales de exclusión, vilipendios y
discriminación, desde chistes y apodos hasta la comisión de delitos, como
lesiones o abuso sexual.
En cierto modo, la nueva concepción de la discapacidad
desplaza el punto de atención del individuo al entorno de la sociedad y a los
sistemas de segregación existentes. La nueva teoría enfrenta al viejo enfoque
centrado en el sujeto y en la tipificación clínico-patológica de la persona
considerada como enferma. La discapacidad no es una condición ontológica, al
menos no exclusivamente, sino algo inherente a la estructura social y a los
mecanismos de exclusión operantes.4 La discapacidad se construye socialmente, desde
su definición hasta su mantenimiento. Por tanto, su comprensión y desmontaje
teórico deben darse en el mismo plano. Dicha postura crítica está abierta al
debate.
En 1981, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y
la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con motivo de la celebración del
Año Internacional del Minusválido, estimaron que 10% de la población mundial
tiene alguna discapacidad. En México las cifras no son enteramente claras, pero
se supondría una proporción igual. No obstante, el INEGI en el 2000 contabilizó
aproximadamente 2.2 millones dicha población, o sea, 2.3% de la población
nacional. Según datos del propio INEGI y el Programa Nacional para el Bienestar
y la Incorporación al Desarrollo de las Personas con Discapacidad,5 6.43% de la población menor de 20 años padecía
algún tipo de discapacidad. En México la discapacidad asociada con problemas de
movilidad o aparato locomotor representa el mayor peso: 53%; la intelectual,
20%; la de comunicación humana, lenguaje o sordos, 18%, y ciegos y débiles
visuales, 9%.6
La situación del discapacitado representa múltiples
dificultades en la esfera de la familia. Tiene efectos recíprocos que alteran
la dinámica del hogar y los ciclos vitales. En nuestro país, a pesar de la
subestimación de las cifras con respecto a los cálculos para la situación
mundial, se calcula que en “10 por ciento de los hogares, reside al menos una
persona que padece alguna discapacidad”.7 Pero el problema no es sólo del “impedido”, sino
que es mayor. Por cada persona con discapacidad se estima que mínimo cuatro
miembros de su familia estarán afectados directamente, por los cuidados que
requiere y por la carga económica que representa, al ser en muchos casos
miembros obligados del ejército industrial de reserva, al no estudiar ni
trabajar, debido a la falta de oportunidades reales y no a su desinterés.
Asumiendo las estimaciones de Naciones Unidas,
significaría que en el país alrededor de diez por ciento de la población tiene
alguna deficiencia física, intelectual o sensorial. Por lo menos 25% de la
población en los entornos familiares se ve afectada por la presencia de
miembros con alguna discapacidad. En este sentido, la discapacidad, más que un
problema personal, es una situación que afecta a toda la familia. En estricto
sentido, no se trata de una situación que aflija a una minoría. El problema de
la discapacidad es tan múltiple y complejo, como amplio el ámbito de
diferenciación, dependiendo del tipo de deficiencia o restricción y de las
características sociales del propio individuo.
En México, la situación de dependencia de la familia
es aún mayor si se toma en cuenta que solamente 24 por ciento de las personas
con discapacidad cuenta con algún empleo e ingreso.8 Los restantes aparecen como inactivos. No
obstante, según la misma fuente, “sólo 30 por ciento de las personas con
discapacidad no empleada realmente está imposibilitada para trabajar, ya sea
por problemas crónicos de salud, avanzada edad o incapacidad total”.
En gran medida, corresponde a una población
desprotegida, excluida y discriminada, así como social y económicamente
vulnerable. En este sentido, según García Ojeda,9 uno de los problemas centrales que se debaten es
la integración social del discapacitado y cómo lograrla. En gran parte, la
sociología, el trabajo social y la victimología buscan resolver estas
cuestiones, evitando una mayor precarización de las condiciones de
vulnerabilidad.
Datos recientes señalan que las personas con
discapacidad constituyen la primera minoría a nivel mundial, aún sin considerar
a la familia inmediata. La Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial
estimaron que más de mil millones de personas viven con alguna discapacidad, es
decir, alrededor de 15% de la población mundial.10
Al año 2010, las personas que tenían en México algún
tipo de discapacidad eran 5 739 270: 5.1% de la población total. De esta cifra,
49% son hombres y 51% mujeres.11 Dicho porcentaje, 5.1, es inferior a los índices
de prevalencia señalados por la OMS: en 2000 de 10% y en 2010 de 15%.12 Esto nos deja un amargo sabor a duda en cuanto a
la carencia de explicaciones coherentes respecto a esta disparidad.
La sociedad es plural y diversa. El problema de la
inclusión y la exclusión debe ser considerado en el plano de la estructura
social, tomando en cuenta las características de la sociedad, desde la
modernidad hasta hoy. Los mecanismos de integración espacial y cultural
adquieren formas variadas según la formación social específica y el momento
histórico. En contraste con las sociedades premodernas, segmentarias o
estratificadas, donde sólo es posible pertenecer a un subsistema, en la moderna
la inclusión y la exclusión pueden operar correlativamente. En ciertos
aspectos, la inclusión no asegura la inclusión en otros. La inclusión selectiva
descarta el sentido de una regulación uniforme. La sociedad incluye y excluye
al mismo tiempo. En este sentido, De Giorgi13 caracteriza como barbarie la situación de
exclusión en el contexto de la sociedad moderna, particularmente por la
imposibilidad de un tratamiento universal de la inclusión.
La idea anterior coincide con el planteamiento de
Émile Durkheim respecto a los fundamentos de la integración social. Según él,
la solidaridad o cohesión social deriva de dos elementos fundamentales: uno
moral, que asegura la integración; otro normativo, que determina la
organización. La integración social depende de la persistencia con la que los
valores, costumbres, ideologías y tradiciones dotan de sentido las conductas y
la vida cotidiana de las personas. La integración se refiere al ajuste
funcional, moral y simbólico de las partes del conjunto social para formar un
todo unificado.14 Alude a los modos de organización y regulación
de la sociedad e implica la producción de armonía y orden de los procesos
sociales, únicos y estables. Sin embargo, según el propio Durkheim, en la
sociedad moderna parece no existir una simultaneidad en dichos procesos y,
contrario a otras épocas, en ésta los nuevos factores de integración no
acabarían de lograr el perfil integrador conseguido antes.
En la sociedad moderna la igualdad y la diferencia
podrían suponer situaciones encontradas, aunque quizá no exista tal abismo. El
discurso de la igualdad surgió del ideario ilustrado de las burguesías y de los
proyectos de creación y consolidación de los Estados nacionales. En este
sentido, dicho concepto se inscribe en el contexto de la creencia en la
supremacía de los valores de la razón y del orden de la sociedad liberal.15 La igualdad como principio universal no reconoce
diferencias. La perspectiva de la diferencia no está libre de caer en
situaciones extremas. Como dice Lomas,16 en el afán de destacar el valor de las
identidades, en ocasiones se puede caer en la tentación de optar por
alternativas segregadoras que a la postre dificultan la socialización de las
personas y de los grupos silenciados con el consiguiente efecto de exclusión.
En cierto modo, la diferenciación es prerrequisito para la integración. No es
posible integrar o articular sin antes diferenciar.
La ideología de la homogeneización ha sido desmentida
recientemente por la globalización actual.17 Ha perdido fuerza la idea de integración
referida a la unidad de la sociedad, planteada a partir de la conformación y
los proyectos subsecuentes de afirmación de los Estados nacionales. La
sociedad, en la fase de modernidad tardía, lejos de evolucionar hacia una
homogeneización o uniformidad, definida y coherente, tiende hacia un proceso de
integración social a partir del reconocimiento de la heterogeneidad y la
diferencia. En cierto modo, la globalización tiende a la creación de un espacio
único mundial, caracterizado por complejas redes de intercambios e influencias,
altamente integradas, físicamente desterritorializadas y deslocalizadas. No
obstante, con el propio debilitamiento de los Estados nacionales, ha recobrado
importancia la cuestión local y los particularismos sociales y culturales.
Los Estados nacionales, en su empeño por consolidar
las naciones, operaron limitando y hasta destruyendo las entidades locales. Fue
tarea del Estado construir la nación; en ese sentido, le tocó la tarea de
fundirla en una nueva identidad abstracta de ciudadanía. En el proceso de
consolidación nacional, el Estado realizó la función de máquina trituradora de
las identidades sociales como individuales. La globalización ha hecho que el
Estado deje de cumplir dicha función, o, por lo menos, haya modificado ese rol.
Parafraseando a Giddens,18 los nacionalismos locales brotan como respuesta
a las tendencias globalizadoras, a medida que el peso de los Estados nación más
antiguos disminuye.
Sobre ello, según Alain Touraine,19 actualmente vivimos como en dos mundos: por un
lado, en una economía global, planetarizada; por otro, un mundo donde nos
movemos en búsqueda de identidades de tipo étnico, religioso, sexual, según
edades, según el barrio, entre otras. “El presupuesto implícito es: yo quiero
defender algo que no he construido, sino que he heredado”. En la medida en que
esta identidad está amenazada por la globalización trato de defenderme. En el
nuevo contexto el espacio de la identidad se ha hecho cada vez más local, al
mismo tiempo que el ámbito de las contradicciones sociales es cada vez más
global. Esta situación de aparente paradoja motivó la construcción de nuevos
conceptos, como el de glocal,
con el cual referimos la fusión, en una nueva realidad, de lo global y lo
local.
El escenario actual es complejo, particularmente para
quienes se encuentran en situaciones de vulnerabilidad y exclusión social. La
lógica de la identidad
universal niega y reprime la diferencia. La idea que postula
reducir la pluralidad a una unidad con parámetros universales y categorías
estables no está exenta de contradicciones. En cierto modo, la lógica no sólo
es contradictoria, sino inviable. El presupuesto de convertir lo diferente en
lo otro absoluto genera inevitablemente una dicotomía en lugar de unidad, ya
que el paso dado para resumir todo lo que es particular bajo una categoría
universal crea otra distinción entre el estar dentro y el estar fuera.20 El ideal de imparcialidad es sólo eso: una
entelequia.
El intento por adoptar una perspectiva imparcial,
unitaria y universal tiene sus límites. Reducir las diferencias a la unidad
significa reunir dichas diferencias bajo una categoría absoluta, lo cual
requiere, a su vez, eliminar esos aspectos de las diferentes cosas que no
encajan en la categoría. Según el propio autor, la diferencia se transforma en
una oposición jerárquica entre lo que está dentro y lo que está fuera de la
categoría. Se valora más lo que está dentro que lo que está fuera.21 En ese sentido, toda totalización fracasa
necesariamente. Es una cuestión similar a la del género, imposible de explicar
sin considerar el sistema patriarcal y el sexismo, donde las mujeres aparecen
como la otredad,
como el segundo sexo.
El discurso médico-psiquiátrico histeriza, vale decir,
patologiza, la mayor parte de los comportamientos femeninos. Esta histerización
del cuerpo femenino implica por supuesto que éste es considerado como más débil
y frágil; la mujer es la “eterna menor” y el eterno objeto de estudio
privilegiado de la ciencia médica masculina y en todo caso masculinizada, no
neutral, androcéntrica y sexista. Desde la cátedra de su pretendida
“superioridad biológica”, el sujeto masculino objetiva definitivamente al
no-sujeto femenino, obligado al silencio, a la sumisión, a la pasividad, a la
alteridad del objeto: en otras palabras, al no ser sujeto. Todo ello agravado
por la supuesta “neutralidad científica” del saber masculino.22
La condición femenina y la discapacidad se presentan
así como la otredad, como lo que no es masculino ni normal. Se aleja de un
parámetro arbitrario del ser humano, y niega que la diversidad sea parte de la
vida. Las tendencias recientes parecen confrontar dos principios: por un lado,
la promoción de la igualdad universal, particularmente viable en el contexto de
los cambios globales, con la supuesta homogeneización social, los procesos de
democratización y la ampliación de oportunidades; por otro, tiene lugar la
política de la diferencia, que postula el rescate de identidades únicas,
individuales y colectivas, así como la reivindicación de la diversidad, la
autonomía y la diferencia.
En la perspectiva de Villoro,23 este es el gran dilema de la democracia. La
igualdad implica homogeneidad, del mismo modo que la diferencia supone
singularidad. La distinción opera en un sentido excluyente. Ser distinto
representa poseer alguna cualidad o propiedad que no se comparte con nadie. La
singularidad determina la separación del otro, supone un estado de tensión
entre fuerzas no sólo divergentes, sino antagónicas y contradictorias.
No obstante, en un mismo contexto, igualdad y
diferencia podrían operar de manera complementaria, pero sólo a partir de un
cambio conceptual que implique la resignificación de las relaciones entre
ambas. La igualdad opera ante una estructura de opciones que ofrece la sociedad
y los intereses propios del individuo o colectivo. Siguiendo a Villoro, en
dicho caso, la igualdad no consistiría en el carácter universal de los fines
elegidos, sino en la posibilidad de cada sujeto para elegir sus propios fines,
aunque éstos difieran entre sí.
La igualdad tendría como requisito el reconocimiento
de la diversidad. En términos de la política, significaría replantear la
“igualdad en la heterogeneidad” y una “diferencia no excluyente”, lo cual no
conduciría a la imposición de un orden homogéneo, sino a una política del
reconocimiento de la heterogeneidad en toda asociación política.24 En sentido general, la homogeneización y la
estandarización es de lo universal; la diversidad, de lo particular, del ámbito
de la diferencia, la discrepancia y la distinción.25
La diversidad es una cualidad intrínseca de la
realidad humana, visible en nuestro ser como entes biopsicosociales. No
reconocerlo es atentar contra nuestra naturaleza. Según Devalle y Vega26 es necesaria la distinción entre los términos
diferencia y diversidad. La diferencia es lo disímil. En cierto modo, esta
noción podría llegar a sugerir cierto parámetro de contraste y hasta de
excelencia. Mientras que el término de diversidad remite descriptivamente a la
multiplicidad de la realidad o a la pluralidad de realidades. La diferencia es
la que da sentido y otorga significación. En la noción de Jacques Derrida, la
significación se forma en el hueco de la diferencia, de la discontinuidad y de
la discreción.27 El problema no es la diversidad en sí, sino las
diferencias que se han convertido en desigualdades.
La historia de la discapacidad es larga y ha pasado
por distintas etapas y conceptos. Su imagen ha sido controvertida e incierta,
con variaciones importantes entre las culturas y a través del tiempo. El
problema de la discapacidad ha tenido significados heterogéneos en relación con
los periodos históricos y los contextos culturales. Al respecto, hay visiones
encontradas. La discapacidad se enfrentaba con resignación y rechazo, o con una
mística veneración y respeto. Los discapacitados han sido considerados desde
demonios hasta sabios, e inclusive dioses. En muchos casos, son visualizados
como portadores de mensajes divinos, pretextos para despertar la caridad y
asegurar la salvación.
La exclusión social de las personas con discapacidad
tiene también una larga historia. En términos generales, la población mantiene
una visión estigmatizada. No en pocos casos subsiste la idea de que se trata de
individuos inferiores, incapaces y, por consiguiente, con derechos limitados.
En la prehistoria, a medida que los grupos humanos se movilizaban en búsqueda
de recursos, decidían abandonar a su suerte a las personas débiles, enfermas y
con discapacidad, para no entorpecer los desplazamientos del resto del grupo.
En la Grecia antigua eran arrojadas, rechazadas por ser diferentes. En el siglo
XIV, las personas con alguna deficiencia física, sensorial o mental eran
confinadas a encierros. Además, los exhibían como objeto de diversión en espectáculos
de circos e incluso zoológicos. Destacaban quienes padecían de alguna
malformación congénita visible. Se les llamaba “fenómenos”, con toda la carga
estigmatizante que ello implica.
En algunos países orientales, si un hombre
corporalmente capacitado desea casarse con una mujer discapacitada, sus padres
se oponen firmemente. Aún peor, si en un matrimonio corporalmente capacitado la
mujer adquiere una discapacidad, su esposo probablemente se divorcie de ella.28 Lo común era recluir al discapacitado para que
no lo vieran y no perturbara. Se llegaba al extremo criminal de encadenarlo. En
México, según Werner,29 los aldeanos de Ajoya (municipio de San Ignacio,
en Sinaloa) alguna vez creyeron que las personas discapacitadas no podían ni
debía tener una relación amorosa, casarse o tener hijos, lo que en la práctica
los convierte en asexuales. No por una cuestión biológica, sino idiosincrática
se les negaba un derecho más en la ya larga lista.
En distintos momentos, sociedades y culturas, los
discapacitados fueron objetos de valoraciones encontradas: en algunos casos
eran concebidos como monstruos, símbolos del castigo divino, producto de los
pecados cometidos en el pasado. Según Werner, en algunos lugares se creía -y
quizás aún lo hagan- que los niños nacieron discapacitados o deformados debido
a que sus padres hicieron algo malo, o disgustaron a los dioses, o que el niño
nació “defectuoso” para pagar sus pecados de una vida anterior. El “defecto”
físico es considerado una marca y su condición integralmente “desvalida”, señal
de castigo, motivo de arrepentimiento. En tales situaciones, los padres pueden
sentir que corregir la deformidad o disminuir el sufrimiento del niño puede ir
en contra del deseo de los dioses. En estas cuestiones se entremezclan aspectos
antropológicos, teológicos y mitológicos, además de una profunda ignorancia.
En el hinduismo, por mencionar un ejemplo, se habla de
avatares o encarnaciones divinas y de niños “milagrosos” cuando nacen con
extremidades adicionales (como Vishnu, deidad de cuatro brazos). Un gemelo
parásito, o la existencia de dos cuerpos fusionados por una espina dorsal, es
motivo suficiente para un sinfín de reportajes y controversias ideológicas.
Lakshmi Tatma, una niña hindú, nombrada así en honor a la diosa de la belleza y
de la buena suerte, fue adorada a causa de su extraña malformación. Su humilde
vivienda se convirtió en un santuario de peregrinación, hasta que en 2007, en
una maratónica cirugía le extirparon las extremidades y los órganos sobrantes
con los que nació.
Regresando, el modelo médico representó un avance con
respecto a las concepciones anteriores. La discapacidad comenzó a considerarse
como una deficiencia de origen biológico, con sustento en la medicina y en la
antropología física. En este enfoque, el concepto de discapacidad se equipara
al de deficiencia y se atribuye a alteraciones genéticas y a factores asociados
con el desarrollo pre y post natal.30 A partir del diagnóstico clínico, la persona con
alguna deficiencia se considerada enferma y, en consecuencia, se le trata como
un paciente que requerirá del apoyo de un profesional de la salud. En ciertos
casos, se le recluye en algún centro especial para su custodia y atención
permanente.
El diagnóstico, la prevención y el tratamiento eran,
en otras épocas, de completa competencia médica. El énfasis en la salud y en
las carencias de estas personas dio lugar al modelo integral de atención que
incorporó a la rehabilitación médica la terapéutica con contenidos
psicopedagógicos y la integró al ámbito de la educación especial.
Los modelos médicos y psicopedagógicos de la
discapacidad, así como la propia idea centrada en la deficiencia personal, no
han dejado de ser los dominantes. En cierto modo sigue siendo concebido como un
problema de origen orgánico que debe tratarse clínicamente. Se mantiene el
paradigma del déficit e inclusive en ciertas esferas sigue hegemónica la idea
de que reduce la discapacidad a una condición de anormalidad respecto al otro. El enfoque dominante
limita la discapacidad al padecimiento de alguna deformación, alteración o
disminución de las facultades psíquicas, físicas o sensoriales. Se encuentra
desvinculada del contexto de marginación y rechazo social del otro, de lo que
se considera diferente, con la carga negativa que implica.
En particular, a partir de la década de los ochenta y
noventa del siglo pasado, se produjo un cambio relevante en la
conceptualización de la discapacidad, que coincidentemente conduce a un
replanteamiento de las políticas de integración. Han modificado las categorías
oficiales y los significados. Hace algunas décadas, los términos de
“retrasado”, “inválido”, “desviado”, inclusive “imbécil”, “loco”, “cojo”,
“enfermo mental”, “anormal”, “subnormal”, entre otras designaciones
estigmatizantes, eran de uso frecuente para designar a quienes tenían alguna
limitación física o psíquica. En sentido estricto, hasta hace pocas décadas es
posible hablar con cierta propiedad de una visión sociológica de la
discapacidad. En cierto modo estamos ante una concepción cambiante, en la cual
se valoran más los aspectos sistémicos, estructurales y ambientales, es decir,
el entorno.
Al respecto, la clasificación que propone la
Organización Mundial de la Salud (OMS) distingue entre deficiencia,
discapacidad y minusvalía. La deficiencia supone pérdida, anormalidad de una
estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica. La minusvalía es la
situación de desventaja de un individuo a consecuencia de una deficiencia o
discapacidad que lo limita o impide que desempeñe un rol normal. Por el contrario,
la discapacidad consiste en la restricción o ausencia (debido a una
deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad normal.
La nueva concepción desplaza el centro de atención de
las perspectivas tradicionales y asume que la discapacidad resulta de la
interacción entre la persona y el escenario donde se desenvuelve. El cambio de
categorías no sólo refleja la evolución social y cultural, sino también las
reorientaciones que adquiere el problema. Se reconfigura el significado de los
conceptos de identidad, representación, desigualdad y diferencia en la sociedad
contemporánea. Esta visión pone énfasis en la autonomía, las capacidades, la
diferencia y la integración de las personas con discapacidad. La perspectiva
actual ya no se coloca en la patología del individuo, sino que desplaza la
condición de discapacitado a la interacción entre las limitaciones funcionales
y el ambiente o contexto social y físico en el que se producen las conductas.
Se trata, en cierto modo, de una perspectiva ecológica, contextual o social.
La discapacidad surge entonces de la interacción
individuo-ambiente- sociedad. El concepto ya ha sido institucionalizado. La
propia Organización Mundial de la Salud así lo suscribe. Define la discapacidad
como el resultado de la interacción entre la situación personal y las variables
ambientales. La limitación puede ser real. Todos en uno u otro sentido
presentamos limitaciones, pero éstas sólo se convierten en discapacidad como
consecuencia de la relación con el entorno, o, dicho de otro modo, con las
condiciones que la propia sociedad ofrece y las posibilidades de reducir o
superar las limitaciones funcionales. El cambio de perspectiva deja atrás la
idea que asume a la discapacidad como una condición en sí misma, fijada
exclusivamente en la persona. Supera las dicotomías centradas en el paciente:
sano-enfermo, normal-anormal.
Según Goffman,31 la noción de ser humano “normal” puede tener su
origen en el enfoque médico o en la tendencia de las organizaciones
burocráticas de gran escala, tales como el Estado nacional, a tratar a todos
los miembros, en ciertos aspectos, como iguales. La distinción, en todo caso,
ahora opera entre el individuo y el entorno social. La tesis sería, resumiendo,
que todas las diferencias humanas son normales.
El modelo social entiende a la discapacidad como el
fracaso de la comunidad para adaptarse a las necesidades de quienes tienen
alguna deficiencia o requerimiento específico. El problema no está en el
individuo, sino en el entorno, el cual limita a quienes tienen alguna
insuficiencia. La discapacidad, por lo tanto, no deriva del sujeto, sino de la
sociedad que no es capaz de encarar y superar las barreras sociales,
culturales, físicas, económicas y políticas que lo limitan. El modelo social de
la discapacidad se centra en el hecho de que las actividades humanas “normales”
están estructuradas por el sistema jurídico y por el entorno socioeconómico,
construido en función de los intereses de las personas no discapacitadas.
La discapacidad se define como una forma de
segregación u opresión, desventaja o restricción de actividad, causada por la
organización social que no atiende -o atiende muy poco- a las personas que
presentan insuficiencias. Las personas no están oprimidas por razones
naturales. Éstas serían un factor por considerar, importante, si se quiere,
pero sólo uno. Por el contrario, las limitaciones y la exclusión son el
resultado de las acciones de otros, quienes los han diferenciado y minimizado
socialmente.
El modelo social de la discapacidad centra el interés
no en el individuo con insuficiencia, sino en las circunstancias de exclusión
del entorno social, cultural, político y económico donde viven los
discapacitados. El modelo social parte del hecho de que la persona tiene que
enfrentarse a una infinidad de barreras físicas, legales y actitudinales,
donde, por lo general, menguan los estímulos y apoyos al desarrollo personal.
La discapacidad es producida. Una persona es discapacitada porque en el medio
no existen las facilidades que le permitan estar en equidad de circunstancias
para acceder a las mismas oportunidades que tienen los demás miembros de la
colectividad. La discapacidad es sinónimo de exclusión, por lo cual no es
inherente al actor social, sino más bien a la estructura de la que forma parte.
La discapacidad se sobrepone a las insuficiencias; aísla y excluye de la
participación plena en la vida pública.
En este sentido, la integración implica no sólo
reconocer la diferencia, sino respetar los derechos, obligaciones y también las
limitaciones. Integrar implica unir las partes separadas de un todo. En el caso
de los ciudadanos con discapacidad, conlleva la incorporación efectiva y
afectiva, lo que significa permitir la participación en la sociedad en equidad
de condiciones y asegurar el pleno reconocimiento social, mediante la supresión
de obstáculos. Es fundamental reconocer que son capaces en muchos sentidos y
contemplan opciones propias de vida, tan legítimas como las de los demás
integrantes del grupo.
En el ámbito penal mexicano, paulatinamente se ha
sustituido el concepto de incapaces por el de personas que no tienen la
capacidad para comprender el significado del hecho (discapacidad psíquica) o
para resistirlo (discapacidad física), como las cuestiones relevantes en
delitos sexuales y contra el libre desarrollo de la personalidad, en donde se
precisan calidades específicas de las víctimas o sujetos pasivos del delito.
El paradigma de la diferencia no concibe a la
discapacidad como una condición en sí misma, sino como una condición relacional
que deriva de una limitación funcional, física, sensorial, psíquica o
emocional. Se sanciona socialmente en detrimento de la persona, grupo o minoría
que la presente. La mera existencia de una limitación funcional, aunque
corresponda a una minoría social, no determina por sí misma una discapacidad.
Se requiere del mecanismo grupal que la sancione como minusvalía. No sólo eso:
todos, en uno u otro sentido, tenemos limitaciones funcionales (motrices,
auditivas, visuales) para desarrollar nuestras actividades cotidianas. Sin
embargo, aunque definan una minoría, no todas representan desventaja social. La
discapacidad depende de la valoración popular. No resulta de la apreciación de
una persona ni tampoco de un sólo acto. Toda valoración, en uno u otro sentido,
pertenece al imaginario colectivo.
El imaginario, como sistema de representación
simbólica, no surge de la nada. Se aprende. Forma parte de procesos
institucionales de socialización, la cual opera desde las estructuras básicas
de poder hasta las más complejas: desde la familia, la escuela, las
instituciones médicas y los medios de comunicación. En ese sentido, según
González,32 la misma atribución de minusvalía a un sector
minoritario que presenta una limitación funcional es un ejercicio de poder,
debido a que unos imponen sobre otros su noción de normalidad, así como los
roles y estereotipos que deben satisfacerse. Esto asigna a cada quien un
estatus.
¿Qué significa la estigmatización? El estigma es una
clase especial de relación entre atributo y estereotipo.33Exhibe algo supuestamente malo, inferior, poco
habitual, en estatus moral y social del individuo. Desacredita. No obstante, en
sentido amplio, la estigmatización del discapacitado no sólo implica la condición
de rechazo. El otro estigma, con consecuencia igualmente desfavorable,
corresponde con la idea de que el discapacitado necesita sobreprotección, ya
que es incapaz de cuidarse a sí mismo. También ello es un factor de exclusión;
por lo menos opera en contra de la integración a la cual todos tenemos derecho.
Se asume que ellos no pueden o no deben, “por su propio bien”. Se les trata
arbitrariamente como infantes eternos.
Al respecto, según Werner, los niños con discapacidad
frecuentemente crecen como extraños en su propia aldea o vecindario. Son
incapaces de trabajar, casarse, tener hijos, moverse alrededor y relacionarse
libremente. Esto, según el autor, no se debe a que sus discapacidades los
limitan, sino a que la sociedad lo hace muy difícil.34 Es una realidad tajante que debemos cambiar en
pro de un concepto amplio y vanguardista de justicia.
En el enfoque tradicional que centra la atención en el
déficit en relación con un arquetipo, patrón o modelo socialmente sancionado
como normal, consecuentemente la política que se deriva adopta el carácter de
beneficencia: es caritativa y asistencial. La idea es subsanar u ofrecer algo
que supuestamente recompensa el déficit. La política, desde este paradigma,
institucionalizada o no, excluye. No integra. Segrega permanentemente. En
palabras de González,35 cuando se interviene sobre estas poblaciones
desde el paradigma del déficit, se piensa en compensar, reemplazar, dar lo que
hace falta. Lo que “hace falta” aparece en primer plano. La ideología del
déficit describe y compara cuantitativamente a la persona en relación con un
patrón supuestamente normal y homogéneo. En el otro enfoque, por el contrario,
la diferencia es una cualidad, o al menos algo intrínseco, inherente, a la
condición humana.
En el marco de éste, las políticas y acciones de
apoyos, institucionalizados o no, parten del reconocimiento de las diferencias
y la igualdad de derechos. Consideran las particularidades en relación con el
entorno y la necesidad de superar las barreras físicas, económicas, sociales y
políticas a la integración. Los apoyos tienen otro sentido, no en relación con
lo que carecen, sino con lo que pueden, con las potencialidades del individuo.
No se interviene para suplir una falta, sino para brindar desde el entorno la
ayuda que necesiten para vivir, como sucede en la vida de los convencionales.36
El presupuesto de fondo es que la heterogeneidad no es
una cualidad particular o distintiva, sino que es consustancial al género
humano. En este sentido, toda postura contra la exclusión y la discriminación,
y a favor de la diversidad, promueve la integración a partir del reconocimiento
de las diferencias e identidades. Esta postura es acorde con la dignidad a la
cual tenemos derecho.
En el siglo pasado, particularmente durante las
últimas décadas, destacaron el reconocimiento de los derechos y los intentos
por adecuar modelos educativos alternativos a la población con discapacidad. En
cierto modo, el proceso de integración es relativamente reciente. En las
décadas de los setenta y, particularmente, en los ochenta, se inició el proceso
más consistente de integración. A partir de entonces, la persona con
discapacidad no sólo se tornó más visible, sino que empezó a reconocerse como
sujeta de derechos. Al respecto, 1981 fue proclamado por Naciones Unidas como
el Año Internacional del Discapacitado.
La educación especial ha pasado por varias fases. Ha
adoptado diversas modalidades de intervención, que ha ido de la etapa
institucionalizada, pasando por la clínico-médica, el modelo pedagógico y la
normalización de servicios educativos.37 En el modelo tradicional, la educación especial
centró la atención en las particularidades consideradas como patológicas del
individuo, comparando sus diferencias con un patrón reconocido como “normal”.
Las estrategias dominantes de atención se cumplían aislando y segregando, con
el objetivo de acatar determinados programas en “circuitos” especiales. La
vieja visión de la discapacidad centrada en el modelo deficitario ha ido dando
lugar a un nuevo concepto.
El viejo modelo médico de diagnosticar las
deficiencias y establecer los métodos de enseñanza específicos, impartidos
exclusivamente por especialistas, debería quedar en desuso, porque denota una
concepción centrada en el déficit, heredada del modelo médico y psicológico. En
cierto modo, la educación especial ha enfrentado la tarea de ampliar las
fronteras. Los nuevos enfoques deben responder a otras diversidades, como la
cultural, étnica y lingüística, presente en la sociedad, ya no circunscritas a
las personas con dificultades sensoriales, físicas, intelectuales o
emocionales. Educar desde un concepto pluralista conlleva la igualdad del
diferente, así pertenezca a otra cultura, practique otra lengua, religión o,
como en el caso que nos ocupa, tenga alguna discapacidad. La educación especial
ha dejado de considerarse como la educación de un conjunto determinado de
alumnos.
El nuevo concepto de discapacidad, y con él los
cambios de enfoques sobre las necesidades educativas especiales, ha desplazado
el centro de atención que consideraba a la persona con discapacidad como un
paciente, portador de algún trastorno, hacia las interacciones múltiples que
inciden sobre el proceso educativo. En la visión más reciente, la diversidad no
es un problema en sí, es parte de la experiencia vital, con diferentes
manifestaciones en los individuos y los grupos sociales. El rescate de la
diferencia implica recuperar la diversidad y no imponer la uniformidad. En uno
u otro sentido, detrás de cada individuo hay una historia, un futuro y un
entorno social, cultural y familiar. Consideramos, en definitiva, que esta
nueva perspectiva, emanada desde la sociología, romperá mitos y sustituirá
paradigmas, en pro de una sociedad más justa, democrática y humanitaria.
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1Córdova,
Paul, “Discapacidad y exclusión social: propuesta teórica de vinculación
paradigmática”, Tareas,
núm. 129, 2008, p. 86.
3Gómez
Tagle López, Erick, “La discapacidad en los adultos mayores: análisis sobre la
situación en México”, Revista
Trabajo Social, núm. 3, 2001, pp. 122-131.
4Corsi,
Giancarlo, “Redes de la exclusión”, en Fernando Castañeda y Angélica
Cuellar, Redes de
inclusión. La construcción social de la autoridad, México, UNAM -
Miguel Ángel Porrúa, 1998. Zúñiga Macías, Esther, “Discapacidad”, Trabajo Social UNAM,
séptima época, núm. 5, 2014.
5DIF, Programa nacional para el bienestar y la
incorporación al desarrollo de las personas con discapacidad,
México, DIF, 1995.
7Los
datos del INEGI muestran que las personas con discapacidad forman parte de
hogares con más miembros que el promedio nacional. Los hogares con seis o más
miembros representan 46% del total nacional. Para los hogares con personas
discapacitadas alcanza 54%. Según la misma fuente, paradójicamente, 6% de los
hogares con personas con alguna discapacidad son unipersonales: la persona con
discapacidad vive sola. INEGI, “Estadísticas de discapacidad”, Boletín Informativo, núm.
45, 1997.
9García
Ojeda, M. et al.,
“La integración social del discapacitado. ¿Teoría o realidad?”, Encuentro por la unidad de los
educadores latinoamericanos, Conferencias Especiales, La Habana,
1993.
10OMS, Informe Mundial sobre la Discapacidad,
Ginebra, Suiza, Organización Mundial de la Salud - Banco Mundial, 2011. Zúñiga
Macías, Esther, “Criminología de la discapacidad”, en Erick Gómez Tagle López
(coord.), Criminologías
especializadas, México, Asesoría de Diseños Normativos - Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, México, 2014.
11INEGI,
“discapacidad en México”, Instituto
Nacional de Estadística y Geografía. [Consulta: 13 de febrero,
2014]. Disponible en:
http://cuentame.inegi.org.mx/poblacion/discapacidad.aspx?tema=P
13De
Giorgi, Raffaele, “Redes de la inclusión”, en Fernando Castañeda y Angélica Cuéllar
(coords.), Redes de
inclusión. La construcción social de la autoridad, México, UNAM -
Miguel Ángel Porrúa, 1998.
15Lomas,
Carlos, “¿Iguales o diferentes? Género, diferencia sexual, lenguaje y
educación”, Ecuador, Paidós, 1999.
17No
obstante la globalización, o quizá como consecuencia de ella, una de las
problemáticas centrales en los movimientos sociales de las últimas décadas “ha
sido la reclamación de las diferencias”, las demandas por los derechos
colectivos e individuales, particularmente los asociados con la pertenencia
étnica y racial, referidos a la situación de vulnerabilidad de ciertos grupos
sociales. Villoro, Luis, “Igualdad y diferencia: un dilema político”, Básica,
año 2, núm. 8, 1995.
18Giddens,
Anthony, Un mundo
desbocado. Los efectos de la globalización en nuestra vida, Madrid,
Taurus, 1999.
19Devalle
De Rendo, Alicia y Vega, Viviana, Una
escuela en y para la diversidad. El entramado de la diversidad,
Buenos Aires, AIQUE, 1998.
20Marion
Young, Iris, La justicia
y la política de la diferencia, Madrid, Cátedra - Universitat de
Valéncia - Instituto de la Mujer, 2000.
22Comesaña-Santalices,
Gloria, “Mujer, psicopatología y derechos humanos”, Espacio Abierto. Cuaderno
Venezolano de Sociología, vol. 9, núm. 1, 2000, p. 105.
25Illán
Romeo, Nuria y García Martínez, Alfonso, La diversidad y la diferencia en la educación secundaria
obligatoria. Retos educativos para el siglo xxi, Girona, Aljibe,
1997.
28Bowers,
Rick, El estigma de la
discapacidad y diferencias en las extremidades, México, Sociedad
Mexicana de Ortesistas y Protesistas, 2002.
30IIN, La inclusión de la niñez con
discapacidad, Documento de Trabajo de Proder, Montevideo, Instituto
Interamericano del Niño, 2002.
32González
Castañón, Diego, “Déficit, diferencia y discapacidad”, Topía en la Clínica, núm. 5,
2001.
37Sánchez
Canillas, Juan Francisco, Supuestos
prácticos en Educación Especial, Madrid, Editorial Escuela
Española, 1998.
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Fuente: Tla-Melaua, vol 10, nº 40, Puebla/México. Disponible en <http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-69162016000200176>