Por Juan Pablo Cinelli
Si algo puede decirse de Camino a La Paz, ópera prima de Francisco Varone, es que se trata
de una de esas películas de las que es casi imposible no disfrutar. Y no porque
se trate de una obra perfecta sino porque, a pesar de las impugnaciones que se
le puedan realizar, algo en ella consigue ser transmitido con una potencia tal
que no hay nada que se interponga entre la película y el público mientras dura
la proyección. Cualquier objeción o duda que aparezca recién lo hará más tarde,
un rato después de los títulos finales y como parte de las réplicas de ese
modesto terremoto interior que sólo producen algunas películas. Buena parte del
mérito proviene de la habilidad de su director –también autor del guión– para
hacer que el relato fluya; para que sus protagonistas no sólo resulten
entidades construidas con precisión sino que además transmitan con solidez su carácter
esencialmente humano y, sobre todo, para que el asunto completo resulte una
experiencia sensible de amplio espectro que puede ser prescripta a casi
cualquier tipo de espectador. Logros para nada menores en un director
debutante.
No deja de ser cierto que Camino a La Paz parece estar
todo el tiempo subrayando el hecho de que se trata de una “película con
mensaje”, como si se temiera que alguien se pudiera distraer y perderse aquello
que se deseó expresar. Sin embargo, también lo es que lo más intenso de la
película no se encuentra en la moraleja superficial. Por el contrario, el gran
éxito de Varone son sus dos personajes centrales, que no sólo son notables como
sujetos autónomos sino por la poderosa reacción química que desencadena su
encuentro. Ahí está Sebastián, un joven ya no tan joven, desocupado y que acaba
de mudarse con su novia a una casa nueva, que por simple aburrimiento comienza
a trabajar de chofer respondiendo a los repetidos llamados que confunden su
número de teléfono con el de una remisería. Entre los muchos clientes que
empieza a atender de manera regular está Jalil, un viejo cascarrabias con cara
de pocos amigos con el que parece no congeniar del todo. De esa fricción entre
ambos surge uno de los dos perfiles clásicos que pueden percibirse en Camino a
La Paz: el de las buddie movies, esos films en los que una pareja de personajes
con características opuestas es forzada a ir tras un objetivo en común que
acabará por unirla.
Esa aventura es el viaje a La Paz
del título que Jalil le propone hacer a Sebastián, previo pago de una
importante suma en metálico. Sucede que Jalil, que es musulmán, está enfermo y
no puede viajar ni en micro ni en avión, pero necesita encontrarse con un
hermano, con el que emprenderá la peregrinación a La Meca que todo iniciado en
la fe de Alá debe realizar al menos una vez en la vida. Está claro que
Sebastián aceptará y que el inicio de la travesía estará plagado de
desencuentros, tal como lo indica el canon de las películas de parejas
desparejas. Tan claro como que la ruta forja al hombre, ley de oro de otra
clase de película que también es Camino a La Paz: una road movie. Regla que
este tipo de relatos vienen cumpliendo desde que a Homero se le ocurrió llevar
a Odiseo de regreso a Itaca.
Más allá de estos aciertos, el
éxito no podría ser completo sin los intérpretes adecuados. Tanto Rodrigo de la
Serna –ocupando el rol del desconfiado pero noble Sebastián–, como Ernesto
Suárez –en la piel del ceñudo y sabio Jalil– supieron dar con el color y el
tono justo para que sus personajes funcionen tanto de manera individual como en
tándem. Lo de De la Serna es un lugar común, porque se trata de uno de los
actores locales más versátiles y al que siempre es agradable ver en acción, en
cambio lo de Suárez es una sorpresa. De trayectoria más que vasta en la escena
teatral de la provincia de Mendoza, donde desde hace más de cincuenta años se
destaca como actor y director, este papel representa, sin embargo, su debut
cinematográfico a los 72 años de edad. Con una presencia y un arsenal de gestos
que recuerdan al gran Alberto Laiseca, su labor es impecable.
También es cierto que algunas
situaciones parecen demasiado calculadas para provocar determinadas reacciones
emotivas. O que a algunos personajes, como el de María Canale, se los podría
considerar cabos sueltos debido a su escaso desarrollo, algo que quizá nace de
la forzada deriva que impone el formato de las road movies. Sin embargo, a
pesar de esas u otras anotaciones marginales, Camino a La Paz consigue lo que
se propone: atarse al destino de Sebastián y Jalil sin abandonarlos nunca a su
suerte y hacer que el espectador se convierta en el tercer pasajero de esa
agradable travesía hacía el corazón de sus protagonistas.