Por Maria Teresa Vallejo
Dejemos hablar al viento, la
última novela de Juan Carlos Onetti, es el fin de un proceso de destrucción que
viene gestándose varios libros atrás. Es la historia del fracaso de un hombre
en tres diferentes circunstancias: como médico, como pintor y como comisario de
un pueblo de ficción llamado Santa María. Pero es algo más que eso, yo diría
que: Medina es la representación del fracaso del hombre y que ésta es la novela
de la incomunicación y el desamor. Medina, como el Harry Haller de Hermann
Hesse, se siente desvinculado del grupo humano y esto le hace contemplar a las
personas desde una óptica exterior: las desnuda, observa sus gestos,
radiografía sus actitudes, siempre desde el prisma de la desconfianza. Esto no
le hace mejor ni peor que el resto de los personajes, pero, sin embargo, la
penetrante lucidez de que da muestra, para profundizar en la deshumanización y
el vacío de nuestra época, lo convierte en un símbolo del hombre actual. La
incomunicación y la traición aparecen como una constante, y en contraposición
obligada, la soledad y la desconfianza.
Todo el libro está
empapado por esa luz fría e ingrata de la madrugada, cuando lo mejor sería irse
a dormir, a morir un rato, y sin embargo hay que hacer un esfuerzo y, seguir
viviendo un minuto más, quitarse los zapatos, cerrar los postigos...
Medina
es el superviviente de un antiguo naufragio donde murió la inocencia.
Arrastrado por la ola fatídica, consciente de su incapacidad para evitar el
destino, continúa viviendo; es decir, haciendo los gestos de la vida, imitando
el odio, el amor, la vergüenza... «Pensé en Seoane, mi hijo, me esforcé en
sufrir y en acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar...».
Medina continúa viviendo y hasta, a veces, intenta amar la vida, simplemente
porque es lo único que hay. Los personajes de esta novela son sólo el soporte
para expresar su desesperanza, su asco, su desengaño.
Nadie
sabe lo que siente Frieda, quién es realmente la Gurisa o Seoane; sólo se
conocen sus actos o sus palabras, y, ya dijo el mismo Onetti, en una de sus
primeras novelas, que los hechos y las palabras no significan nada, «están
vacíos y tomarán la forma del sentimiento que los llene». Medina es un enfermo
de la afectividad y, para no caer en la alienación total, intenta comunicarse
por medio de su «ola perfecta», es decir, de la razón. Pero el amor, la única
forma posible de redención, es un acto gratuito y, en cierto modo, irracional.
El
mundo de Onetti es un mundo podrido («la gusanera» lo llama él) que no avanza
ni retrocede; siempre estancado, cambian las formas, los sistemas, pero la
corrupción es congénita: va con el hombre hasta cerrar el ciclo con la muerte
personal, o con la destrucción total. Para contrarrestar este mundo podrido e
irredento, estas vidas vacías abocadas a una muerte tan absurda y mezquina como
la propia vida, existen pequeñísimos contrapuntos como el de la pareja de
ancianos que venden cuerdas para violín. Asombrosamente han logrado salvarse
del naufragio y aún siguen amándose de la única forma posible, después de
sesenta años de vida en común, «mediante la ironía, la burla y la ineludible
ternura».
Pocas
veces se ha descrito con tanta belleza como en esta novela la angustia del
hombre ante la creación, y aún más allá, ante el misterio de la existencia.
«Nunca se pintó la ola perfecta, aquélla cuya visión podría compensar el resto
de una vida». Como tampoco se escribió el libro que explicara la razón última
del hombre. «Tenía muchas cosas para completar mi ola ideal; pero moriría sin
verla». Ninguna experiencia vital, ningún conocimiento ni sabiduría humana
servirá nunca para explicar el misterio de la vida. Onetti consigue con sus
imágenes borrosas, sus luces blancas de madrugada, su caos, sus miserias,
mostrarnos en su libro de qué materiales está formada la ola, qué arrastra en
su interior. Pero la fuerza que la impulsa, el verdadero sentido de esa ola
gigantesca, quedará oculto, solamente esbozado, presentido tal vez, pero todos
moriremos sin verlo; de ahí que no exista redención.
El
dios Brausen, tan misterioso como siempre, continúa hasta el último capítulo,
dirigiendo esta desesperanzada imagen de la vida con su ineludible final. Él
los va acorralando poco a poco, se disfraza de cualquier cosa para empujarlos,
para obligarlos a participar, porque Juan María Brausenson todos y cada uno de
sus personajes, y la luz y la sombra, y el río y la ola, Santa María y Lavanda;
él dispone, crea, marca la trayectoria. El es el dios creador que todo artista
lleva dentro, pero sus criaturas, como toda obra humana, no pueden simbolizar
más que el fracaso de Dios.
Al
fin, Brausen decide desaparecer por intervención de Medina, pero una vez que él
desaparece nada podía quedar en pie, y el final no puede ser otro que la
destrucción total.
-El
comisario que quiso ser Dios.
-Dios,
dijo Medina levantándose, parece imposible, pero es fácil. La dificultad
estriba en que si uno empieza, debe persistir.
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