Por Martín Córdova
Ante una imagen poética, así como un paisaje, la
sensación que nos invade es la de la imposibilidad de la
apropiación. La imagen fulgura, ilumina, revela nexos secretos,
puede llegar a describir verdades universales. Sin embargo, incluso cuando más
comprometidos estamos en el lenguaje que habla, no podríamos afirmar siquiera
ligeramente que tal imagen nos pertenece. Claro ejemplo de ello es el
poeta, y, sobre todo, como apunta Gaston
Bachelard en La
poética del espacio, la capacidad intersubjetiva que tiene el poema
para despertar ánimos en personas de distintas latitudes. Algo similar ocurre
con el paisaje: aquel nos absorbe,
nos sustrae, nos toca fibras personalísimas, pero todo a ello a costa,
curiosamente, de despersonalizarnos.
En la literatura
filosófica no escasean referencias a estos fenómenos: quizá la más próxima a
nuestra época – sobre todo por la oposición que la sitúa frente al
extenuamiento presente en nuestras sociedades de masas – sea la posición
esencial que Martin Heidegger otorga
a la angustia como tonalidad afectiva fundamental en su obra clásica Ser y tiempo. En este libro, los pares propio/impropio,
o también auténtico/inauténtico, se definen a partir de nuestra estancia en el
mundo. Usualmente, dice Heidegger, nos encontramos en la impropiedad, en la
vivencia cotidiana según los parámetros culturales, simbólicos, etc.
No obstante, en los instantes del extrañamiento ante lo que nos rodea, en el
que nos distanciamos y rompemos raíces con aquello que debería guiar nuestras
acciones básicas, es cuando podemos acceder a las estructuras de
sentido del mundo. En otros términos, es a través de la
angustia y el desarraigo como se manifiestan los horizontes de comprensión: la
propiedad, cuando cada uno es sí mismo verdaderamente, consiste en la
apropiación de nuestra vida impropia, a través de la angustia.
No se debería olvidar que en este momento de apropiación es cuando el Dasein siente menos su condición de
pertenencia, por lo cual la angustia, como pueden comprobar fácilmente los que
la experimentan, es del todo involuntaria.
Sin embargo, la
primacía de la angustia como disposición fundamental puede ser suspendida, a su
vez, por el paisaje. En un libro de reciente aparición, El
uso de los cuerpos (2014), Giorgio Agamben dedica
unas páginas –vitales, por lo demás– al paisaje: si para Heidegger el reino del
ser se muestra ya sea de modo oculto en la facticidad de la vida o como aquella
“lejanía que llama desde la lejanía” en los instantes de angustia, ambos modos
quedan eminentemente desactivados en la contemplación de un paisaje (sea un
campo abierto, la vista desde un pico de montaña, el horizonte en el mar,
etc.). Aquel que se sitúa ante ellos no busca comprender ni proyectar sentido
alguno, ni siquiera desocultar cierta estructura ontológica: “Ya no animal ni
humano, quien contempla el paisaje es únicamente paisaje. Ya no procura
comprender, sólo mira”. Si bien es cierto que sobre el paisaje se puede
escribir o sustentar toda una producción artística, ello más bien acontece como
fenómeno derivado que acusa una vivencia extralingüística, que no
acontece fuera del lenguaje, pero sí en sus límites.
La imagen
poética presenta una topología análoga: su irrupción en la consciencia no
podría ser reducida a una mera casuística pulsional. Es Bachelard quien
alega, en el libro que hemos señalado, a favor de una autonomía de la imagen
poética fuera de los alcances de la causalidad a la que podrían recurrir tanto
la psicología clásica como el psicoanálisis (de
su época). Liberada del pasado condicionante, la imagen se mueve en un presente
que evoca ecos de zonas no-vividas, de irrealidades que tienen el mismo valor
que las positividades de lo real. No se trata, no obstante, de esbozar una
mística (sería harto interesante indagar las razones por las cuales en la
cultura occidental hemos llegado a equiparar e identificar lo extralingüístico
con lo místico): si bien aquélla plantea la unión total, la supresión del yo en
cierto Uno o no-dualidad, la imagen poética más bien se mueve, nos
asalta, en lugares habituales: una casa, alguna experiencia en
el bosque, algún éxtasis musical o erótico, etc.
En este sentido,
para Bachelard, “una imagen poética
pone en movimiento toda la actividad lingüística. La imagen poética nos sitúa
en el origen del ser hablante”. Desde aquel acto, sea en la escritura o en la
escucha de un poema, la imagen poética resuena por todas las capas de nuestra sensibilidad cotidiana,
por nuestras formas elementales de asimilar y transformar la realidad.
Bachelard coloca como ejemplo el impresionante caso de las ocasiones en las
que, oyendo un poema ajeno, sentimos que es nuestro, que bien podría haber
brotado de nosotros.
Resulta muy relevante, por otro lado, la forma en que
la imagen poética se mueve mediante la sonoridad (como
puede verse en la etimología de la palabra “resonancia”) a través de nuestras
estructuras lingüísticas habituales. Su acontecimiento no las desdibuja,
ciertamente, pero instaura un régimen nuevo, las reordena a partir de una
incompletud, de una ausencia gozosa –”la poesía tiene una felicidad que
le es propia, sea cual fuere el drama que descubre”, señala Bachelard– que,
aunque esbozada con palabras, no cesa de dirigirse al eco de la imagen.
En cierto modo, el
paisaje también tiene un elemento sonoro, aunque una primera
aproximación (la más deseada en la sociedad del espectáculo en la que
habitamos) pueda mostrarnos que ella se determina por la negación o privación
de los ruidos y sonidos diarios de las ciudades. El “silencio” del paisaje es
de tal naturaleza que, aunque se vea lacerado por la presencia de otros sonidos
naturales (cantos de aves, olas del mar, el viento en los árboles, animales,
hojas que caen), ello no supone en ningún sentido su interrupción; antes bien,
forman parte del embeleso del “silencio”. Todo objeto permanece inactual,
des-alejado, pero a un tiempo también la consciencia, más ello no significa que
estamos aislados: sucede que, para decirlo con Agamben, el ser se ha
“desactivado”, todo a nuestro alrededor resulta “ontológicamente neutro”.
El paisaje y la
imagen poética nos exponen, a través de la interioridad, frente a aquello que
es absoluto, que absuelve y permite el retorno, la
restitución. Acaso a ello se deba el carácter de fragmento que
asumen algunas obras de arte: sin inicio y sin final, atestiguan el paso, la
huella, de una experiencia que no cesa de acontecer, que se sitúa no en un
paraíso perdido, pero sí en los límites del mundo.
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Disponible en <https://elvuelodelalechuza.com/2018/04/04/en-los-limites-del-mundo-consideraciones-sobre-el-paisaje-y-la-imagen-poetica/>