segunda-feira, 4 de junho de 2018

El cerebro social

Entrevista a Augustin Ibañez (Instituto de Neurociencia Cognitiva y Traslacional)/Argentina.

–¿A qué se dedica?
–A las llamadas neurociencias sociales y su aplicación en neuropsiquiatría.

–Explíqueme un poco qué es eso.
–Las neurociencias sociales son una empresa multidisciplinaria bastante reciente, de los últimos diez años más o menos, que básicamente trata de entender los fenómenos [del cerebro]. Creo que es una de las empresas más prometedoras de las neurociencias, porque combina herramientas de la física, de la matemática, de la neurofisiología, de la psicología e incluso de la psicología social y de la sociología. Es una empresa multinivel, que trata de hacer una co-construcción no sólo acerca del cerebro, el funcionamiento psicológico, los fenómenos sociales, sino de todas esas cosas juntas.

–¿Puede darme algún ejemplo de neurociencia social?
–Por supuesto. Uno puede tratar de entender las bases cerebrales de la conducta o el juicio moral y ver cómo esto impacta en el diagnóstico y la caracterización de enfermedades neuropsiquiátricas. La moral ha sido históricamente tratada por la filosofía, luego por la sociología y por la historia, pero en los últimos años se la ha empezado a comprender como un fenómeno cognitivo. Es, por supuesto, un fenómeno social, intersubjetivo, pero tiene una base cerebral y no sólo tiene una base cerebral, sino que es importante para entender la dinámica del cerebro, para entender cómo funciona y para entender por qué es un órgano social. Lo mismo ocurre con los estudios de la “teoría de la mente”.

–¿Qué es?
–En neurociencias se le llama así a la capacidad de “leer” los estados ajenos: entender las emociones, las intenciones, las creencias del otro. Es sumamente importante para el mundo social, para las conversaciones naturales, para la predicción de la conducta social. Nosotros estudiamos muchos fenómenos, desde los más básicos (el reconocimiento de emociones específicas) hasta cosas más elevadas como la empatía, pasando por el juicio moral, las normas sociales y una serie de conductas que son intrínsecamente sociales. Y se ha demostrado aquí en la Argentina, pero también en muchos otros grupos en el mundo, que vale la pena estudiar la conducta social. No se trata, solamente, de un fenómeno de interés científico sino que es importante para cosas muy concretas y aplicadas. En mi caso, yo me dedico a la neuropsiquiatría.

–¿Y cómo se aplica eso?
–Le doy algunos ejemplos. Como los fenómenos sociales son procesos intrínsecamente humanos, se espera que su afectación traiga consecuencias importantes. Particularmente en la psiquiatría y en la neurología, casi todos los cuadros patológicos tienen déficit en la cognición social y, por otra parte, hay cuadros específicos como la demencia fronto-temporal, el autismo de alto funcionamiento cognitivo, la esquizofrenia, el síndrome de Williams o lesiones frontales que son strokes de áreas específicas del cerebro que generan déficits específico en la cognición social. Poder detectar si un proceso es socialmente relevante o no es muy importante para la adaptación y la supervivencia. Entonces cuando hay déficit en estos procesos, normalmente la vida cotidiana se puede volver muy difícil. En los últimos diez años se ha demostrado que los déficits en la cognición social son dominios cognitivos muy importantes para caracterizar diferentes enfermedades psiquiátricas y neurológicas, y poder predecir la evolución y el deterioro. Por ejemplo, en la demencia fronto-temporal hemos demostrado que déficit sutiles en la cognición social están presentes incluso antes de que aparezca la atrofia cerebral identificable con la resonancia magnética estructural. Ahí hay un marcador temprano de la enfermedad. En otras patologías psiquiátricas, como la esquizofrenia, hemos demostrado que el procesamiento cerebral de las emociones faciales predice muy bien el grado de deterioro cognitivo.

–¿Cómo se conectan genética y socialización?
–A ver... hay una línea que nosotros hemos desarrollado muy poco, en la que trabajamos con niños institucionalizados. Se sabe desde hace mucho tiempo que la institucionalización, la privación social y afectiva en etapas críticas del desarrollo produce huellas en el neurodesarrollo. La carencia socioafectiva produce un impacto en el desarrollo madurativo del cerebro. Acabamos de publicar un paper, por ejemplo, en el que trabajamos con chicos institucionalizados, que pasaron un período durante el primer año de vida en una institución y luego se insertaron en hogares de familia. Eran chicos completamente sanos, que habían sido bien tratados y que no tenían ningún trastorno cognitivo. Les hicimos una prueba de juicio moral muy simple, muy básica, y encontramos que, aunque a ellos les iba bien en la tarea, las áreas cerebrales prefrontales encargadas de esta tarea respondían de forma bastante más tardía que los del grupo de control. En el fondo había un proceso de maduración prefrontal retardado en los chicos, y esta disminución de la actividad prefrontal estaba asociada con los problemas sociocognitivos de estos chicos. Esta es un área que se ha estudiado mucho en animales, y se prueba cómo la falta de socialización impacta en el desarrollo y produce una especie de bola de nieve que retrasa el desarrollo en general. Con respecto a la genética, no podemos decir que exista un gen específico de la socialización. La conducta social es extremadamente compleja, extremadamente poligenética y depende de múltiples factores epigenéticos. Que uno tenga o no tenga una mutación no es tan importante como ver si las proteínas activan o no ese gen. No hay una relación simple entre conducta social y genética, pero sí hay genes que impactan en los procesos de socialización.
–De todas maneras, el conjunto de genes no se conoce.
–Probablemente no haya genes únicos para la conducta social; lo cierto es que hay modulaciones genéticas de la conducta social. A veces uno puede hacer una caracterización genética de una enfermedad; por ejemplo, en la enfermedad de Huntington. Pero ésa no es la regla: en el caso de la conducta social, que es una conducta compleja, con un montón de funciones y de áreas cerebrales involucradas, no hay una relación simple. Sí hay factores de vulnerabilidad, y hay muchos estudios epidemiológicos al respecto.

–¿Qué espera de las neurociencias para el futuro?
–Creo que son un desafío y una promesa. Prometen que vamos a entender mejor a los seres humanos a partir del conocimiento del cerebro social; el cerebro es un órgano social por excelencia.

–¿Qué significa eso?
–Que, en contra de lo que los neurólogos de la vieja ola pensaban, nuestro cerebro está tempranamente cableado y genéticamente predispuesto para desarrollarse a través de los procesos de interacción social. Muchos problemas de desarrollo dependen de la socialización, y en este sentido hay una neurobiología del apego, por ejemplo. Hay cambios en el cerebro que se deben a la socialización. Un científico propuso que el tamaño del cerebro depende del grado de socialización del grupo. La hipótesis es simplista, si se quiere, y no tiene por qué ser válida. Pero lo que nos hace humanos es la capacidad de interaccionar; es lo que Maquiavelo describió tan bien en El príncipe: cómo anticiparse a los deseos del otro, cuándo ser amado, cómo convencer al otro. Esa capacidad de leer la mente ajena es estrictamente humana; está presente en los primates, pero es una capacidad muy similar a la del lenguaje. Y probablemente es lo que nos distingue. Y de hecho las áreas del cerebro que intervienen en esta función son las más evolucionadas.

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Disponible en <https://www.pagina12.com.ar/diario/ciencia/19-251821-2014-07-30.html>