Por Miriam Subirana
En los años que llevo
acompañando a la gente en su desarrollo personal, observo que hay ciertas
preguntas que nos planteamos prácticamente todos en algún momento de nuestra
vida y que prevalecen desde la Antigüedad. Tendemos a darle vueltas a
cuestiones del tipo ¿quién soy yo realmente? o ¿cómo puedo llegar a ser yo
mismo? Hay una tendencia a martirizarse, a funcionar bajo unas creencias que
nos bloquean y estresan ante el cambio y la incertidumbre. Las personas se
orientan a menudo por lo que creen que deberían ser y no por lo que son en
realidad. Se vive demasiado condicionado por los juicios de la gente y se trata
de pensar, sentir y comportarse de la manera en que los demás creen que debe
hacerlo. Es como si quisiéramos ser quienes no somos.
Occidente ha creado una
sociedad competitiva en la que aspiramos al éxito y la excelencia, y no se
lleva bien el fracaso. Desde la infancia aprendemos juegos de competición y
somos considerados por otros como hábiles o torpes, buenos o malos. En el
colegio nos juzgan los profesores y compañeros de clase. Sentimos la presión de
tener que ser el número uno en nuestra promoción, en el deporte, en definitiva,
en nuestro ámbito. En vez de disfrutar de cada etapa, nos centramos en procurar
ganar para alcanzar el primer puesto en todo, y esto va configurando la
identidad de cada uno.
El papel de los padres
también es básico: frases como “esto es bueno”, “no seas malo” o “esto no se
hace” son típicas en el vocabulario de los progenitores. Pero el abuso de este
tipo de indicaciones puede menguar el carácter del niño. Crecemos dando
importancia a la opinión de los demás y a su mirada, ya que determinan nuestro
valor en la comunidad. Una vez adentrados en el mundo universitario y laboral,
la cantidad de maneras en las que podemos fracasar sube en escalada. Cada
encuentro con alguien puede recordarnos algo en lo que somos inadecuados. Desde
el estilo de ropa hasta el corte de pelo. Alguien le dirá que se relaje y
disfrute más, otro le reclamará que no trabaja suficiente y que está
desperdiciando su talento; alguno le recomendará que se centre en la lectura o
que hinque más los codos. Por otro lado, la imagen que proyectan los medios de
comunicación también puede generar frustraciones personales. ¿Tiene la presión
normal, ha viajado suficiente, cuida a su familia, está al día de política, su
peso es el adecuado, hace suficiente deporte, ha visto la última película más
taquillera? Este tipo de cuestiones hace sentir que cualquiera no está a la
altura de las circunstancias.
El filósofo existencialista
Sören Kierkegaard (1813-1855) señalaba que la forma más profunda de
desesperación es la de aquel que ha decidido ser alguien diferente. El
psicoterapeuta estadounidense Carl R. Rogers decía al respecto: “En el extremo
opuesto a la desesperación se encuentra desear ser el sí mismo que uno
realmente es; en esta elección radica la responsabilidad más profunda del ser
humano”.
Cuando el individuo decide
mostrar su verdadera personalidad debe tomar consciencia de qué visión tiene de
su persona. Cuando logramos tener esa imagen realista no nos ahogamos con
objetivos inalcanzables ni nos infravaloramos con propósitos que nos
empequeñecen. Para ello debemos plantearnos metas adecuadas a nuestro carácter.
Un ejemplo: el que quiere adelgazar pero no se ve más delgado. Por mucho
esfuerzo que haga, no será duradero y volverá a ganar peso, porque sigue sin
verse más flaco. Si quiere perder peso de verdad tendrá que cambiar la imagen
que tiene de sí mismo y modificar ciertos hábitos mentales y de conducta.
Para ser uno mismo es
necesario conocerse y ser consciente de hasta qué punto la imagen que uno tiene
de su persona coincide con su yo real y auténtico. Se trata de dejar de verse
como una persona inaceptable, indigna de respeto, inútil, poco competente, sin
creatividad, obligada a vivir según normas ajenas e insegura. Hay que aceptar
las imperfecciones. Cuando logre verse como alguien con fallos que no siempre
actúa como quisiera, disfrutará más y se cuidará mejor.
Los epicúreos griegos
reseñaban la importancia de ejercitarse en evocar el recuerdo de los placeres
pasados para protegerse mejor de los males actuales. Sin ir tan lejos, la
indagación apreciativa, un método basado en la nueva psicología positiva que
surgió en los ochenta, nos invita a buscar las experiencias más significativas
de nuestra vida, descubrirlas y revivirlas. Todos hemos vivido alguna historia
positiva y significativa. Rescatarla del pasado y apreciarla en el presente nos
dará confianza. Por otro lado, para poder ser uno mismo, uno debe conocer su
núcleo vital, es decir, todo aquello que le mueve y motiva para seguir
adelante. Esta esencia vital le llena de esperanza, mientras que si uno vive en
sus sombras acaba desesperándose, se angustia, se apaga y se deprime. Incluso
puede llegar a ser agresivo consigo mismo. Nietzsche decía al respecto: “El mal
amor a uno mismo hace de la soledad una cárcel”.
Cuando esto ocurre, es
fácil que uno se enclaustre en su pequeño mundo, donde su percepción se vuelve
borrosa porque se ha desconectado del importante núcleo vital. Entonces vienen
a la cabeza preguntas como estas: ¿qué debería hacer en esta situación, según
los demás? o ¿qué esperarían mis padres, mi pareja, mis hijos o mis maestros
que yo hiciera? En este estado se actúa según pautas de conducta que, de alguna
forma, le impone la gente que le rodea. Esto le reprime y su capacidad creativa
queda mermada. Entonces es fácil entrar en rutinas para “quedar bien” y se
dejan de explorar nuevas posibilidades.
Cuando uno logra de nuevo
conectar consigo mismo se vuelve más creativo y las preguntas cambian: ¿cómo
experimento esto?, ¿qué significa para mí? Si me comporto de cierta manera,
¿cómo puedo llegar a darme cuenta del significado que tendrá para mí? Es decir,
por fin ha pasado de plantearse qué estarían esperando los demás y empieza a
considerar qué es lo que realmente quiere usted. Para ello es necesario
abandonar las barreras defensivas con las que se ha enfrentado a lo largo de su
vida y experimentar lo que ha estado oculto en el interior. Así podrá llegar a
convertirse en una persona más abierta, desarrollará una mayor confianza en sí
misma, aceptará pautas internas de evaluación, aprenderá a vivir participando
del proceso dinámico y fluyente que es la vida.
Ser uno mismo y vivir sin
máscaras implica sinceridad y autenticidad. Para el jesuita Francisco Jálics,
ser auténtico es más valioso que ser sincero: la persona sincera dice lo que
piensa; la auténtica, en cambio, lo que efectivamente siente.
Para ser uno mismo hay que
ser soberano de la propia personalidad, es decir, plenamente autónomo y
completamente propio. Para ello, además de quitarse las máscaras, debe
deshacerse de los malos hábitos y de las opiniones falsas. Debe desaprender.
Los filósofos de la Antigüedad aconsejaban incorporar las siguientes prácticas
para lograr esta independencia mental: encender la luz de la razón y explorar
todos los rincones del alma, filosofar, dedicar tiempo para ocuparse de sí
mismo, prestar atención a cada una de nuestras necesidades, evitar las faltas o
los peligros, establecer relaciones consigo mismo, adquirir el coraje que le
permitirá combatir las adversidades, cuidarse de manera que uno se cure y
convertir estos ejercicios mentales en una forma de vida. Como decía el
filósofo griego Epicuro, nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para que
uno se ocupe de su propia alma.
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Disponible en: <https://elpais.com/elpais/2016/03/17/eps/1458213301_511715.html>