domingo, 20 de maio de 2018

El lugar de todas las cosas en tiempos de soledad: permanencia indeterminada


Por Fernando Araújo Vélez

La primera vez que Gabriel García Márquez vio la palabra Macondo, fue en la puerta de entrada de una finca de la zona bananera que se llamaba así, mientras viajaba en el tren que llegaba y salía de Aracataca. Hoy, más que nombre, es adjetivo.
Y con el paso de los años, lo que terminó quedando de todo aquello que una vez se llamó Aracataca, fue todo eso que plasmó en páginas y páginas Gabriel García Márquez. Aracataca fue Macondo, y Macondo fue Colombia, y el Caribe, y algo del resto de América Latina. Macondo fue pueblo, calles de polvo, niños barrigones y desnudos, diluvios, peste, fiebres de insomnio, delirio de prosperidad. “Macondo naufragaba en una prosperidad de milagro (…). De la antigua aldea de José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces los almendros polvorientos, destinados a resistir a las circunstancias más arduas, y el río de aguas diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron pulverizadas por las enloquecidas almádenas de José Arcadio Segundo, cuando se empeñó en despejar el cauce para establecer un servicio de navegación”.
Macondo fue el lugar de lo imposible, el lugar de todas las cosas, de los santos y los demonios, de la condena y la resurrección, del amor y el desamor, de la espera, de la locura, y de ser lugar pasó a ser adjetivo, saltándose de un solo brinco la opción de ser gentilicio. Y fue adjetivo sin calificativos, un poco como su creador. Se decía, se dijo y se dirá macondiano, y esa sola palabra entrañará magia, fulgor, luz, sombra, o en últimas, lo imposible: “Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios”. Macondianos fueron los hombres y sus delirios. Macondianos fueron la lluvia sin fin y el sol opaco. Macondiano fue dios.
Y macondianos fueron los García Márquez, todos, y el amor, por ejemplo, porque en los calurosos tiempos guajiros, aun antes de que surgiera Macondo, cuando los padres de Gabriel José de la Concordia se enamoraron, el amor era locura, delirio, fantasía, frenesí. Eran amores macondianos, amores atrevidos, como el de su padre, don Gabriel Eligio García Martínez, quien buscó como pudo a su amada, más allá de las oposiciones de los padres de su novia, sobre todas las cosas, entre los papeles hechos basura de los telegrafistas de los pueblos. Se hizo amigo de ellos, él que también era telegrafista, y los invitó a tomar, los regó de obsequios, sólo para que le dieran una pista, y día de por medio reunía sus monedas para enviarle un poema, el mismo poema siempre a su amada. “Aunque de mí te alejes, nunca podré olvidarte, aunque de mí te alejes, nunca veré tu faz…”.
El día de la boda, 11 de junio de 1926, Luisa Santiaga Márquez se quedó dormida. Luego murmurarían que su padre, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, había instruido a su esposa, Tranquilina Iguarán Cotes, para que le mezclara unas pastillitas en el agua. Don Gabriel Eligio la aguardó una y dos horas y algo más, con su vestido de paño negro y su camisa de frac, apostado a las puertas de la Catedral de Santa Marta, imaginando los pasos de su novia sobre la infinita alfombra roja que llegaba a la calle. No tenía sentido irse. El orgullo lo mataba, y del orgullo pasaba a la furia, y de allí a la impotencia. ¿Qué más podría hacer? ¿Ir por ella? ¿Largarse? En el fondo, les confesaría a sus hijos alguna vez, sólo tenía dos obsesiones, y pasaba de la una a la otra indistintamente: besar a Luisa Santiaga, o irse hasta Riohacha y agarrarse a trompadas con el coronel Márquez.
De repente, sin embargo, surgió su amada. Al día siguiente, o a los dos, quedó embarazada. Ya vivía en Aracataca con su marido, rodeada por tres indios, regalo del coronel, que la habían acompañado desde siempre. Creía en Dios, pero también en las supersticiones y los designios de las pequeñas cosas. Si le picaba la mano era porque le llegaría dinero, y si entraba en su habitación un cucarrón, con sólo verlo ella sabía de dónde provenía. A los nueve meses nació Gabriel José. “Yo deseaba con toda mi razón que él fuera abogado, pero a él, mire usté, no le interesaron las leyes”, comentó ella como por pasar, sentada en una mecedora de su casa de Manga, en Cartagena, algunos meses antes de morir. “De todas, todas formas, lo intentó, hay que admitirlo”, añadió después.
García Márquez fue Macondo y viceversa. Y fue macondiano, dentro de un universo mágico e infinito de cuyas miserias y proezas han surgido y siguen surgiendo quienes cuestionan su existencia, porque fue macondiano que en algunos colegios prohibieran su obra por “vulgar”, y fue macondiano que aquellos que lo rechazaban y se burlaban de él, luego del Nobel se ufanaran de conocerlo. Fue macondiano que se tuviera que ir del país por diversas amenazas, y que luego lo acusaran de haber abandonado el país. Fue macondiano que, pasados los años, algunos escritores quisieran desligarse de su influencia con un insultante McOndo, cual fórmula comercial, y que otros lo negaran, y fue macondiano que alguno más pretendiera caer en la muy humana tentación de las comparaciones, como si la literatura fuera un asunto de récords, y como si Macondo fuera la bolsa de valores de Wall Street.

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