Guy de Maupassant
Los encuentros constituyen el
encanto de los viajes. ¿Quién no siente alegría de un encuentro inesperado, en
mil lugares del país, con un parisino, un compañero de colegio, un vecino del
campo? ¿Quién no ha pasado la noche con los ojos abiertos, en la incómoda
diligencia que discurre por unas comarcas donde el vapor es todavía ignorado,
al lado de una muchacha desconocida, entrevista solamente a la débil luz de la
lámpara, desde que ella sube al coche ante la puerta de una blanca casa de un
pueblo?. Y a la mañana siguiente, cuando el espíritu y los oídos están
entumecidos del continuo tintineo de los cascabeles y de la estruendosa
vibración de los cristales, qué encantadora sensación al ver la belleza de
nuestro lado desgreñada, abrir los ojos y examinar a su vecino; poder ofrecerle
mil servicios y escuchar su historia que ella siempre narra cuando se encuentra
bien. Y cómo uno se extasía también sin ningún sentido, al verla descender ante
la barrera de una casa de campo. Parece captarse en sus ojos, cuando esta amiga
de dos horas nos dice adiós para siempre, un atisbo de emoción, de nostalgia,
¿quién sabe?... Y aquél buen recuerdo se conserva hasta la vejez en esos
frágiles recuerdos de los viajes.
Al sur, al sur, todo el extremo de Francia, es
un país desierto, pero desierto como las soledades americanas, ignorado por los
viajeros, inexplorado, separado del mundo por unas cadenas montañosas en las
que están asiladas unas aldeas a los márgenes de un gran río, El Argens, al que
ningún puente atraviesa. Toda esta comarca de montaña, es conocida bajo el
nombre de "macizo de los Maures". Su verdadera capital es Saint
Tropez, ubicada en el extremo de esta tierra perdida, al borde del golfo de
Grimaud, en la más bella de las costas de Francia.
Apenas hay algunos pueblos sembrados aquí y allá
en toda esta región que la vía del ferrocarril evita dando un enorme rodeo. Dos
caminos tan solo penetran y se aventuran por estos valles frondosos, por unos
grandes bosques de pinos donde abundan, dicen, los jabalís. Se hace imprescindible
franquear unos torrentes vadeándolos y se puede caminar durante dos jornadas
enteras por las hondonadas y las cimas, sin percibir una cabaña, un hombre o un
animal, pero puede uno enloquecer con los macizos exuberantes de flores
silvestres como en los jardines.
Fue en este entorno donde encontré a la más
singular y al mismo tiempo siniestra viajera, que he conocido.
Yo ya la había observado sobre el puente de un
pequeño navío que iba de Saint Raphael a Saint Tropez.
Era vieja, de setenta años por lo menos, grande,
seca, angulosa, con unos cabellos blancos en tirabuzón sobre sus hombros,
siguiendo los cánones de una moda antigua; vestida como una inglesa errante,
torpe y extraña. Se encontraba en la proa del vapor con la mirada fija en la
costa arbolada y sinuosa que discurría a nuestra derecha. El barco cabeceaba;
las olas batían contra su flanco y lanzaban un chorro de espuma sobre el
puente; pero la anciana no se preocupaba en absoluto de las bruscas
oscilaciones del navío ni de las salpicaduras de agua salada en su cara.
Permanecía impasible, ocupada solamente del paisaje.
Cuando el barco llegó a puerto, la mujer
descendió teniendo por todo equipaje una simple maleta que llevaba ella misma.
Tras una mala noche en un albergue del lugar,
llamado pomposamente "Gran Hotel Continental", un ruido de trompetas
me hizo descorrer las cortinas de mi ventana y vi pasar, al trote de cinco
rocines, la diligencia de Hyères, que llevaba sobre el imperial a la flaca y
severa viajera del paquebote.
Una hora más tarde yo seguía a pie los bordes
del magnífico golfo para ir a visitar Grimaud. El camino ladeaba el mar y al
otro lado del agua se percibía una línea ondulada de altas montañas vestidas de
bosques de coníferas. Los árboles descendían justo al nivel del mar, semejando
una larga playa de arena de un verde pálido.
Más tarde entraba en los prados, atravesaba unos
torrentes, y vi serpentear alguna culebra. Subí a un montículo con la mirada
fija sobre las escarpadas ruinas de un antiguo castillo que se levantaba en esa
cima, dominando las casas que se acurrucaban bajo su pie.
Este es el viejo país de los Maures. Aquí se
encuentran sus antiguas residencias, sus soportales, su arquitectura oriental.
Aquí quedan todavía unas construcciones góticas e italianas a lo largo de las
rápidas calles, como senderos de montaña, empedradas con unos guijarros
afilados. Aquí están cerca los campos de áloes en flor. Las monstruosas plantas
dirigen hacia el cielo su ramo colosal, floreciendo apenas dos veces por siglo
y que, según los poetas, qué bromistas, estallan como una salva de aplausos.
Aquí hay, altos como árboles, vegetaciones
extrañas, erizadas, parecidas a serpientes, y unas palmeras seculares.
Entré en el recinto del amplio castillo,
semejante a un caos de rocas desprendidas. De repente, bajo mis pies, se abría
una estrecha escalera que se dirigía bajo tierra. Descendí y penetré de súbito
en una especie de cisterna, en un lugar sombrío y abovedado, conteniendo un
agua clara y fría, abajo, al fondo, en un hueco del suelo.
Alguien se dirigía hacia mí en medio de las
tinieblas de este pozo. Reconocí a la mujer que vi en el pueblo por la mañana;
después algo blanco pasó junto a su cara; me pareció que era un pañuelo. En efecto, ella lloraba en
soledad.
De repente me habló, avergonzada de haber sido
sorprendida.
-Si, señor, lloro...no suelo hacerlo con
frecuencia. Quizás este agujero lo ha provocado.
Emocionado, traté de consolarla con vagas
palabras, con alguna banalidad.
-No se moleste- dijo ella-. No puede hacer nada
por mí. Soy como un perro perdido.
Y allí me contó su historia, bruscamente, como
si brotase un eco de su desgracia.
-Yo fui una mujer feliz, señor, y tengo muy
lejos de aquí un hogar, pero no quiero regresar... tanto es el dolor de mi
corazón. Tengo un hijo. Está en las Indias. Si lo viese no lo reconocería.
Apenas lo vi en toda mi vida. Casi no recuerdo su figura desde que tenía seis
años de edad.
"A los seis años me lo arrebataron; lo
internaron en un pensionado. Venía dos veces al año; y cada vez yo me asombraba
de los cambios en su persona, de encontrarlo más grande sin haberlo visto
crecer. Se me robó su infancia y todas las alegrías de ver crecer a ese pequeño
ser salido de mí.
"A cada una de sus visitas, su cuerpo, su
mirada, sus movimientos, su voz, su risa, no eran las mismas, no eran las
mismas. Un años se dejó crecer la barba; yo quedé estupefacta y triste. Apenas
ya me atrevía a abrazarlo. ¿Era este mi hijo, mi pequeñín rubio de antaño, mi
querido, querido niño que yo había mecido sobre mis rodillas, ese gran muchacho
moreno que me llamaba gravemente "madre" y que parecía amarme por
obligación?
"Mi marido murió; después le tocó a mis
padres; más tarde perdí a mis dos hermanas. Cuando la muerte entra en una
familia, se diría que se despacha realizando la mayor tarea posible para no
tener que regresar pronto.
"Quedé sola. Mi hijo estudiaba Derecho en
París. Yo esperaba vivir y morir cerca de él. Así que partí para permanecer a
su lado, pero él tenía hábitos de un joven y yo era una molestia. Regresé a mi
casa.
"Después se casó. Me creí salvada pero mi
nuera acabó odiándome y me volví a encontrar sola otra vez.
"Como los suegros de mi hijo vivían en las
Indias y como su esposa hacía de él lo que quería, decidieron partir a vivir
con ellos. Ellos lo tienen; lo tienen para ellos. Me lo han robado. Me escribía
cada dos meses. Vino a verme, hace ahora ocho años. Tenía la figura arrugada y
los cabellos blancos. ¿Era posible? ¿Este hombre viejo, mi hijo? ¿Mi pequeñín
de entonces? Sin duda no lo volvería a ver.
"Así pues yo viajo todo el año. Voy de
derecha a izquierda como usted ve, sin nadie que me acompañe.
"Soy como un perro perdido. Adiós, señor.
No se quede cerca de mí. Me da apuro haberle contado todo esto."
Y como yo descendía la colina para regresar,
observé a la vieja mujer de pie sobre una muralla en ruinas, mirando el golfo,
el gran mar a lo lejos, las montañas sombrías y el largo valle.
El viento agitaba como una bandera el bajo de su
falda y el pequeño chal extranjero que llevaba sobre sus flacas espaldas.
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Fonte: http://www.ciudadseva.com/
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