Por Mario Delgado
Aparaín
Un sábado del otoño
pasado la regenta de la pensión Yakarta que no era otra que Irene Antuña, la
vieja diva del cabaret El Dado Rojo, desplegó el diario sobre la mesa de la
cocina y de buenas a primeras, en la página de espectáculos, se encontró con la
noticia de que el famoso poeta William Raffo había regresado a Montevideo rico
y enfermo, probablemente para terminar sus días en el barrio Palermo que lo
había visto nacer.
Sin embargo, por más
que recorrió un par de veces la información de arriba abajo, en ningún sitio se
mencionaba el hotel donde estaba alojado el desgraciado. Tenía que ser
forzosamente un hotel, porque sabía mejor que nadie que él no poseía ni casa en
la ciudad ni familia en ninguna parte. La vieja diva Irene Antuña abandonó el
diario advirtiendo a viva voz “¡Aunque estés agonizando, William Raffo, no te
la voy a dejar pasar!” y se fue al dormitorio, se quitó la bata y se vistió
para salir a la calle. Su intención era caminar hasta el Parque de los Aliados
y encontrar a la única persona que lo había conocido mejor que ella, para que
la ayudase a ubicarlo. Tras deambular durante una hora por las inmediaciones
del estadio Centenario, el Hospital de Clínicas y el Club de Tiro, después de
haber preguntado a cuanto vagabundo se le atravesó en el camino dónde podía
encontrar a “Pedropé Pereira, el linyera loco que se hace llamar Conde de
Caraguatá”, lo vio de repente en el sitio donde debió haberlo buscado desde un
principio. El Conde estaba reclinado sobre el tronco de un viejo árbol del
parque, sumergido en la lectura de un mugriento ejemplar de la revista Vogue
que fácilmente debía tener unos dos años. Sin mayores preámbulos, la vieja diva
Irene Antuña se salió del sendero de pedregullo, caminó con torpeza sobre el
césped blando e irregular y con una sonora tos fingida, se detuvo con los puños
afirmados en las caderas frente al hombre que buscaba.
Desde el suelo, el
Conde Pedro P. Pereira levantó la mirada y al reconocerla luego de casi cuatro
años de no verla, la observó de boca abierta. Con las piernas separadas y
firmes como columnas torneadas, sus pechos como manzanas de principios de
temporada y su cintura reventando bajo un apretado cinturón de charol negro, la
legendaria estrella de El Dado Rojo, todavía mostraba restos como para lidiar
duro con la noche. Pero ella no le dio tiempo ni a una frase de bienvenida ni a
un piropo barato de los que se le dicen a una diva y como si hubiera dejado de
verlo el día anterior, le dijo que su amigote, el famoso William Raffo, estaba
de vuelta en Montevideo más muerto que vivo y que temía que se fuera de este
mundo sin pagarle los tres meses de alquiler de la habitación que le adeudaba
desde que se había marchado a Europa mareado por las luces del éxito ocho años
atrás. Luego de un silencio breve, agregó más alterada que al principio:
- Si todavía eres
decente, Pedropé, tienes que convencer a ese cretino de que pague lo que me
debe. Le di más, mucho más que alojamiento cuando no tenía ni donde caerse
muerto y se burló de mi…
El Conde carraspeó,
se sacudió las briznas de pasto seco de las mangas de la vieja gabardina negra
y la observó con ojos inalterables, para que ella no percibiera nada
profundamente oculto detrás. Con gran afabilidad, como si hablara con una
criatura, le pidió que se calmara y le explicó que se estaba enterando a través
de ella que William Raffo estaba en la ciudad. Que si era así, le prometía que
recorrería todos los hoteles y pensiones conocidos, para encontrarlo y
convencerlo de que limpiara su honor pagando la vieja deuda que tenía con una
mujer que había sido noble y generosa con él.
La vieja diva Irene
Antuña pareció diluir su rencor en las palabras del Conde y la esperanza se
filtró en sus pestañas chamuscadas, como el último rayo de sol de la tarde que
solía observar entre las glicinas de la ventana de su pensión.
- ¿Te parece que
podrás, Pedropé?
- Querida Irene… -
dijo él condescendiente y sabio, mientras apretaba la vieja revista de modas
bajo el brazo - Un poeta que plancha sus camisas y las de sus amigos,
necesariamente tiene que ser un buen hombre. Deja este asunto en mis manos.
2
La historia de
William Raffo no es fácil de contar, pensó el Conde Pedro P. Pereira, mientras
caminaba a paso sostenido por Avenida Brasil hacia el mar, donde en algún lugar
existía un pequeño residencial de lujo en el que esperaba encontrar al viejo
amigo. Con el cuerpo inclinado hacia delante, tratando de resistir las ráfagas
de viento salitroso, se dijo que en realidad aquella historia hacía mucho
tiempo que había perdido importancia para él, tal vez porque se le había
escapado de las manos y a la hora de reconstruirla como a él le gustaba
hacerlo, resultaba imposible por la irritante cantidad de cabos sueltos que la
tornaban absurda o por lo menos fácil de olvidar. De todos modos, William Raffo
había sido un buen
amigo hasta que lo dejó de ver ocho años atrás. Se trataba de un hombre que
gracias a su pasión por los libros había logrado emerger de los basurales del
plástico, el cartón y la chatarra en los andurriales de Isla de Gaspar donde
clasificaba residuos, para conseguir un trabajo estable como mozo del Almi Bar
en la calle Durazno, cuyo dueño era Bimbi Mastretta, un siciliano maricón
extremadamente solidario que se había apiadado de él y lo había convertido en
un sujeto pulcro y agradable.
Lo bueno de William
Raffo al dar el salto de la humillación de dormir a la intemperie a la dignidad
de la habitación seis de la pensión Yakarta, era que no se había olvidado de
las buenas manos que le había echado el Conde durante los días de penuria en
Isla de Gaspar. Pedro P. Pereira le guardaba un eterno agradecimiento por la
actitud que había tenido ante la segunda hipotermia que lo había llevado al
hospital, cuando le ofreció un lugar en el piso de su habitación para terminar
de reponerse del todo, sin que la dueña, la vieja diva Irene Antuña, se
percatase en ningún momento de que tenía un linyera convaleciente en la
pensión. Fue durante esa etapa de debilidad y de malestares estomacales, cuando
descubrió quién era en realidad William Raffo. O, por lo menos, quién empezaba
a ser.
Ocurrió una
madrugada invernal, mientras el Conde de Caraguatá todavía dormía como un burro
blanco envuelto en una frazada doble sobre el suelo de tablas de pino de la
habitación seis. Hasta que lo despertaron los golpes sordos y acolchados de la
antigua plancha de hierro que William Raffo dejaba caer cada tanto sobre el
saco blanco de mozo, desplegado sobre la primera mesa plegable de planchar que
el Conde había visto en su vida. A pesar del frío estacionado como un témpano
desde la medianoche, estaba en calzoncillos y camiseta, con un par de medias
grises en sus pies descalzos, concentrado en la tarea de alisar el saco blanco,
mientras murmuraba palabras ininteligibles. Cada tanto, aquel hombre flaco,
elástico, casi moreno y circunspecto como un palestino del Chuy, dejaba la
plancha de hierro sobre el “Primus” encendido a su lado y se iba hasta un
cuaderno abierto sobre la silla cercana, donde hacía dos o tres anotaciones y
luego, no sin antes tocar con un dedo ensalivado la superficie caliente de la
plancha, retornaba nuevamente a la tarea. Desde el suelo, arrullado por el
sopleteo caliente y uniforme del “Primus”, con un solo ojo y simulando que
dormía, el Conde vio con asombro que en menos de media hora, además del saco
blanco de mozo, sus pantalones de lustrina, la camisa blanca y la diminuta moña
negra, William Raffo había planchado también una chaqueta púrpura de mujer y un
elegante vestido escotado del mismo color haciendo juego. Luego dejó aquella
ropa cuidadosamente colgada del respaldo de la silla y volvió al cuaderno de
las anotaciones donde escribió, tachó, arrancó la hoja y volvió a escribir,
hasta que al fin quedó inmensamente satisfecho.
- ¿Qué haces,
hermano? – preguntó el Conde desde el suelo y afirmado sobre un codo para
abarcarlo mejor.
- Acabo de terminar
una poesía… - respondió triunfal, levantando los puños al techo, mirándolo
desde su altura con la expresión de quien acaba de acertar a la lotería. Al
Conde le sonó extraño, anacrónico o tal vez escolar aquello de “terminar una
poesía” y no un poema, pero aún más le sorprendió que aquel hombre al que había
conocido agobiado por las limitaciones y los problemas de la supervivencia,
fuese un poeta. Tiempo después, cuando su amigo había abandonado ya su trabajo
de mozo, al escuchar a ciertos parroquianos de corbata del Almi Bar, el Conde
caería en la cuenta de que los buenos poetas de cualquier parte del mundo
cargaron, en su mayoría, con la peor de las vidas posibles. Un calvo jugador de
ajedrez al que le decían el Pelado, motivado por los méritos de William Raffo,
había ido aún más lejos al sentenciar con sarcasmo que el gobierno, si es que
se proponía darle buenos artistas al país, debía preservarles esa miseria
mágica que los induce a escribir para escaparse de ella. “Que tengan apenas
donde dormir y apenas para comer”, había dicho el Pelado. “De lo contrario, los
poetas no tendrían nada de que fugarse, ni necesidad alguna de pergeñar esos
mundos extraños que solo ellos entienden, pero que son tan proféticos años
después de muertos.”
- ¿Te la leo? –
preguntó William Raffo con el cuaderno abierto en la mano, esperanzado en que
el Conde tuviese un interés genuino en escucharlo a aquella hora de la
madrugada.
Pedro P. Pereira
acomodó mejor el cuerpo, se recostó a la pared y trató de arreglar su pelambre
con los dedos de ambas manos, en un gesto instintivo de mejorar su presencia
como oyente.
- Adelante… -
dijo.
William Raffo se
plantó en calzoncillos, enhiesto y con las piernas separadas bajo la única
lámpara de la habitación, desplegó el cuaderno ante un auditorio invisible y
con voz ronca, cuidadosamente dramática, leyó:
Tú eres un astro en
las planicies de Oriente
tormenta, deidad,
verso monocorde.
Tú eres eso que el
griego no pudo definir,
pensamiento y matriz
de todas las angustias,
la nada
apenas,
tal vez lo que no
es, ¿Parménides acaso?,
Tú eres gel, mies en
mi garganta, un sí
en sol mayor, cantar
en llanto.
Tú eres azar en
universo, un dado rojo
de números iguales,
volviendo una
y otra vez al mismo
lado, a la misma
carne, al destino
igual.
Tú eres el todo en
una cama fría
y yo…
¿Y yo qué?
Cuando terminó, una
puerta de hierro dividió en dos la habitación con el silencio. A un lado, el
Conde echado nuevamente de costado, estirándose sobre el piso bajo la frazada y
apoyando la cabeza sobre el antebrazo, estupefacto, confuso, sin saber qué
decir. Al otro, William Raffo de pie en el centro de la habitación, estático en
su silueta de calzoncillos blancos, pasmado por lo que había escuchado de sí
mismo, como si antes de leer, en lugar de haber estado planchando, hubiese
terminado de palpar las llagas de Cristo en la oscuridad.
- Es una maravilla…
- atinó a decir el Conde.
- Lo sé… - dijo
William Raffo.
3
Arqueado por el
viento, mientras caminaba por la avenida en dirección al mar, el Conde Pedro P.
Pereira recordó que al terminar de escuchar el poema aquella madrugada, su
primera conclusión fue que William Raffo se había metido en un lío.
Tenía muy presente
que aquello de “tú eres azar en universo, un dado rojo de números iguales…”, no
era otra cosa que la torpe confesión de que entre él y la vieja diva Irene
Antuña había una historia secreta e imposible, con carne, gel y cama fría en la
habitación seis de la pensión Yakarta, aquella planicie de Oriente sin sentido
alguno. Sin embargo, en aquel momento no le dijo nada. Lo supo por un golpe de
intuición y pronto.
De todos modos,
pensó el Conde mientras caminaba contra el viento, lo que importa es que el
libro ¿Y yo qué?, con el poema del mismo nombre y los ciento treinta siguientes
que escribió mientras estuvo planchando en la habitación seis a lo largo de dos
años, lo llevó, para su sorpresa y emoción, a ganar el tercer premio del
Concurso Latinoamericano de Poesía de La Serena, convocado con motivo de
cumplirse el año dos mil de nuestra era.
No obstante, el
prestigioso galardón chileno apenas si tuvo algo que ver con la asombrosa
transformación que se produjo poco después en la vida del mozo del Almi Bar.
Por lo pronto, dos
tercios de los mil dólares se le esfumaron en un glorioso fin de semana secreto
en el Hotel Argentino de Piriápolis con la vieja diva Irene Antuña y en cambiar
su antigua plancha de hierro por una deslumbrante Philips Azur 4000 de última
generación con la que planchó con eufórica felicidad su ropa, la de la diva y
las prendas arrugadas de todos los inquilinos de la pensión Yakarta, quienes
invadieron su habitación para observar extasiados alrededor de la tabla
plegable aquel espectáculo del poeta trabajando con su novedosa plancha dotada
de regulador digital de temperatura, deslizándose como una diminuta locomotora
Stephenson entre chijetes de vapor emitidos cada cinco segundos sobre los
tejidos de la ropa. El último tercio del premio, William Raffo lo agotó en
algunas generosidades consigo mismo como la adquisición de una chaqueta sport y
algunos libros sobre la historia de la plancha y también tuvo un reconocimiento
a la amistad con el Conde, a quien le obsequió una diminuta radio portátil de
dos pilas, una gabardina negra de segunda mano, un par de botas de goma y un
paraguas. A estos gastos se sumó un regalo secreto a la vieja diva Irene
Antuña, que el Conde no demoró en saber de qué se trataba, pues ella misma se
encargó de darlo a conocer en una noche de conmovedora franqueza.
Es una palabra, los
dólares del premio le duraron lo que un lirio en la tormenta. En realidad, la
metamorfosis comenzó el atardecer en que los periodistas Silva y Fonticelli, lo
invitaron al famoso programa radial llamado Sopa de Letras, donde a William
Raffo le hicieron el primer reportaje de su vida.
4
La vieja diva Irene
Antuña llevó el aparato de radio hasta la mesa ubicada en el centro del patio,
luego una fuente con buñuelos de banana espolvoreados de azúcar impalpable, una
botella de vermut Martini y una docena vasos con rodajas de limón, cubos
de hielo y una aceituna negra para cada uno de los inquilinos de la pensión
Yakarta. El Conde Pedro P. Pereira llegó cuando ya todos estaban apostados en
semicírculo alrededor del aparato de radio y un poco después, arrebolado y
feliz, apareció Bimbi Mastretta, el propietario del Almi Bar.
- ¡Qué suerte que
vinieron! – dijo la vieja diva llevándolos hasta la mesa - ¿Quieres un poco de
vermut, Bimbi?
- No, Irene… ¿Puedes
creer que recién a las siete de la tarde pude tomar la merienda? Por ahora,
nada, gracias… Vine porque lo de William es increíble.
- Usted, Conde,
siéntese ahí… - dijo la diva señalándole una silla a su lado. Él tomó asiento
en silencio y quedó con la vista fija en los potentes muslos que asomaban bajo
el apretado vestido en el que William Raffo había estrenado la formidable
plancha a vapor.
- Quedó muy bien… -
dijo el Conde con cortesía - Muy bien planchado.
¡Qué le parece! -
dijo ella ufana, alisándose la falda y haciéndose la boba con el asunto de los
muslos. De pronto, se aproximó a él y en tono confidencial le dijo que si lo
deseaba podía pasar a la habitación de su amigo, darse un baño y afeitarse a
gusto, pues aún faltaban quince minutos para el inicio del programa. El Conde
aceptó de buen grado y desapareció en el pasillo rumbo a la habitación seis.
Volvió justo cuando el programa estaba empezando.
Era evidente que en
Sopa de Letras habían jerarquizado el acontecimiento, pues el programa se
inició con el fondo de una versión instrumental de Gracias a la vida de Violeta
Parra, dando a entender que el tema tenía que ver de algún modo con el mundo
chileno, al tiempo que el periodista Pablo Silva leía con voz grave y pausada
el poema ¿Y yo qué?
Cuando terminó la
lectura y la canción, Pablo Silva saltó al ruedo con las primeras reflexiones:
- Queridos oyentes,
esta noche tenemos con nosotros a William Raffo. Tiene treinta y seis años, es
mozo de un bar en la calle Durazno y acaba de ganar el tercer premio del
Concurso Latinoamericano de Poesía de La Serena, uno de los más prestigiosos
del país trasandino… Sin embargo, tanto para nosotros como para ustedes, se
trata de un perfecto desconocido. William… ¿Qué sentiste cuando te enteraste de
que habías ganado el tercer premio y que poetas de la talla del colombiano
Froilán Ospina o de la argentina Marisol Giardinelli o del uruguayo Elder De Ibarbourou,
quedaron por el camino? … ¿Eh?
- ¿Qué sentí? – dijo
William Raffo, dándose tiempo para encontrar una respuesta que impresionara a
los oyentes de la pensión Yakarta – Antes que nada, orgullo. Orgullo de ser
uruguayo. Después sentí que este premio se lo debía a las personas que me
apoyaron y que creyeron en mí, como Irene Antuña, Pedro P. Pereira y Bimbi
Mastretta, gente que en este momento nos está escuchando en la pensión Yakarta
donde vivo, soy feliz y además…
- Hay algo que me
llamó la atención en el poema que Pablo acaba de leer… - intervino Fonticelli
interrumpiendo los reconocimientos del poeta – Además de ser periodista, soy
arquitecto y tengo cierta debilidad por las estructuras… ¿A qué se debe esa
meticulosa construcción donde alternan el erotismo encubierto, la filosofía
existencialista de la nada y el neorrealismo de la habitación seis, para
terminar en esa pregunta de resonancias hamletianas del “y yo qué?”
- Veo que te ha
impresionado… - comentó con solvencia y simpatía William Raffo – A mí también.
Esa construcción trata de recrear la angustia mística con que el hombre de
nuestros días ve pasar el tiempo sin que el mundo repare en él. Lo
lamentable es que para lograr esa ubicación en el cosmos, el hombre va
construyendo penosamente su propia catedral de palabras, hasta que al final,
como ocurre con todas las catedrales, lo que logra culminar es apenas una
tenebrosa cueva vacía en la que hasta el cura siente miedo de entrar.
- ¡Mirá! – dijo
Pablo Silva, sorprendido de la concepción de aquel poeta desconocido – Sin
embargo, en ese cosmos pareces haber encontrado una ubicación a partir del
concurso de La Serena…
- No lo sé… -
respondió con sinceridad William Raffo - Mi cosmos se reduce a la pensión
Yakarta donde vivo y al Almi Bar donde trabajo. Más allá de eso, no hay más que
un universo desconocido cuya naturaleza no me interesa descifrar…
- ¿Te definirías
como un minimalista de izquierda? – preguntó Fonticelli.
- Bueno… si
minimalista de izquierda es un tipo que se indigna con las injusticias del
barrio, entonces sí, lo soy. Pero prefiero no mezclar la política con la
poesía… - dijo con cierta tensión William Raffo.
- Está bien,
cambiemos de tema - dijo Fonticelli – ¿Tienes algún hobby?
- Sí… - dijo William
Raffo, haciendo un silencio efectista- Me gusta planchar…
- Que te gusta qué…
- Planchar. Me gusta
planchar.
- Mmm… Explícanos
eso… ¿Por qué? ¿Cuándo descubriste que te gustaba?
- Ocurrió hace tres
años, tal vez más, durante una de mis noches miserables en la pensión Yakarta.
No podía dormir, tenía una depresión anímica insoportable y sentía que el
insomnio me estaba acortando la vida a pasos acelerados. Entonces, aquella
noche, encendí la luz y en lugar de mirar el techo, pasé un buen rato
observando mi camisa blanca colgada del respaldo de la silla, con las puntas
del cuello hacia arriba y las mangas arrugadas, hasta que al fin entendí que
las arrugas me resultaban intolerables. Las de la ropa y las del alma. Pensé
que me sentiría mejor si me levantaba de la cama y planchaba la camisa. Cuando
terminé, parecía otra. Después seguí con los pantalones, los calzoncillos y
todo lo que encontré a mano. Cuando llegó el amanecer, había planchado hasta
las cortinas de la ventana y las sábanas de la cama. Mirarme al espejo antes de
ir a trabajar al Almi Bar, afeitado y con aquella camisa perfectamente lisa,
los pantalones como tablas y los zapatos lustrados, me hizo sentir bien. Muy
bien. A partir de entonces, no dejé de hacerlo. Lo hago todos los días.
Planchar levantó mi autoestima, me proporcionó un equilibrio interior que antes
no tenía y me hizo sentir especialmente virtuoso. Diría que hasta me
proporcionó un asidero para evitar los sentimientos cambiantes y la permanente
fuga de las cosas. Hasta pudo haber evitado que mi destino fuese el de un canalla
al incrementar mi inteligencia y llevarme a descubrir que podía manejar varios
planos del pensamiento al mismo tiempo…
- ¿Cómo es eso? –
preguntó Fonticelli asombrado de lo que estaba escuchando.
- Planchar exige
gran concentración, paciencia sin límites y un control perfecto de los pequeños
movimientos. Un segundo de distracción puede chamuscar la única camisa para
salir que tienes o tu mejor pantalón. Pero lo peor no es eso. Lo peor es el
sentimiento de frustración y de indignación contigo mismo que sobreviene
después del descuido fatal, un estado de ánimo que no se lo deseo a nadie.
También exige a veces, no siempre, un mínimo de respeto por el otro, por quien
eligió ese tejido y no otro o por el que diseñó la prenda. Para que un
planchado sea perfecto, debes entender el sentido que ese otro le dio a un
pespunte o a un pliegue y seguirlo milímetro a milímetro, con la atención de
quien conduce a gran velocidad por un camino de montaña.
- Pero tu hablas de
manejar varios planos de pensamiento mientras planchas… - dijo Pablo Silva, con
un tenue atisbo de contrariedad, al comprobar que el tema se tornaba
indominable y se alejaba de la literatura – Por ahora solo veo uno…
- Ves solo uno
porque todavía no he explicado el otro… - dijo William Raffo, tratando de
contener una pizca de irritación – Ahora daré un ejemplo de la multiplicidad de
planos del pensamiento durante el acto de planchar. Yo puedo estar planchando
mi saco blanco de mozo con sumo cuidado y, mientras lo hago, al mismo tiempo,
recordar con admiración a Henry W. Seely. Es más, trato de convertirme en él,
introducirme en su pensamiento, entender el momento histórico en que pudo hacer
lo que hizo y emocionarme como un niño al imaginar lo que experimentó al acabar
su obra...
- ¿Henry W. Seely? –
preguntó Pablo Silva alejándose del micrófono, incómodo en la silla, tratando
de volver por todos los medios al principio de Sopa de Letras - ¿Es un poeta…
inglés?
- Ni poeta ni
inglés. Neoyorkino… - dijo William Raffo – Fue el que inventó la plancha eléctrica
en 1882. Un hombre maravilloso y tenaz, que no se rindió ante los peligros de
aquel temible aparato que soltaba chispas y que lo mandó al Memorial Hospital
de Nueva York en dos oportunidades, a causa de las furibundas patadas
eléctricas que recibió.
- Significa que
puedes planchar y pensar en Henry W. Seely… -intervino Fonticelli, francamente
divertido, aludiendo a que eso lo podía hacer cualquiera.
- No es tan simple,
Fonticelli, no es tan simple. Dije que puedo planchar y razonar como Henry
Seely frente a la prenda en la que estoy trabajando. Pero también, al mismo
tiempo, mientras estoy en él puedo pensar en mí, en el tipo de individuo que
soy, en las pocas cosas que he logrado en la vida, por no decir nada. Seely no
solo entró a la historia de la humanidad, sino también a todos los hogares del
planeta. Ni ustedes ni yo, hasta ahora, hemos podido lograr algo que se
parezca. Darme cuenta de esa situación, me condujo a buscar un cambio en mi
mundo interior, a pensar en mi caos innato, en las arrugas de la psiquis.
Empecé entonces a escribir mientras planchaba. Mis mejores poesías se las debo
al pantalón negro, a la camisa y al saco blanco con que voy todos los días al
Almi Bar. En una palabra, planchar me condujo de la mano a esa revolución
interior que debería ser la madre de todas las revoluciones. Desde entonces,
soy otro hombre.
Cuando William Raffo
terminó, un silencio de sótano se adueñó del estudio. Pablo Silva decidió que
aquel era un buen momento para terminar el bloque y lo miró con una sonrisa de
sorna que intentaba aflojar la tensión de un programa que se le había ido decididamente
al carajo.
- William… antes de
ir a una tanda publicitaria, una pregunta más: ¿Qué plancha usas?
- Una Philips Azur
4000…
- ¿Azul?
- Azur… con erre al
final. Me la regalé a mi mismo con el premio. Tiene regulador de temperatura
digital y emisor de vapor…
- ¡Mirá! La plancha
que siempre soñaste…
- En realidad, no es
la que siempre soñé… Algún día tendré una Solac 07795.1 con sistema de control
electrónico con pantalla digital y avisador acústico, indicador de recarga de
agua y sistema de seguridad auto pausa. Una locura, es la Ferrari de las
planchas…
- Mmm… - dijo
Fonticelli, mientras le hacía señas al operador para que fuera a la publicidad
de una maldita vez.
5
De acuerdo al relato
del mismo William Raffo horas después en la pensión Yakarta, mientras
transcurrían los anuncios de Sopa de Letras, Pablo Silva se enjugó el sudor de
la frente, emitió un resoplido de molestia y le rogó que dejara a un lado los
aspectos anecdóticos del arte de planchar, para centrarse en el significado del
galardón chileno y en el resto de su obra poética. Que de eso se trataba, dijo.
Fonticelli intentó darle aún más tranquilidad a su colega y agregó que
buena parte del bloque siguiente lo dedicarían a las opiniones de la audiencia
a través de Internet y de los teléfonos de la radio, por lo que había que
“apostar a la síntesis conceptual del William Raffo-poeta más que al William
Raffo-planchador o al William Raffo-mozo del Almi Bar”. Los oyentes, advirtió
antes de salir al aire, que no son otros que “los potenciales lectores”,
constituyen la verdadera prueba de fuego para el creador.
Sin embargo, lejos
de lo previsto por los dos periodistas, fueron los mismos oyentes quienes
terminaron por distorsionar definitivamente el programa de aquella noche y
marcar el espectacular punto de inflexión que cambió para siempre la vida de
William Raffo.
La primera llamada
telefónica fue la de un empresario joven que felicitó a William Raffo por su
premio chileno, pero sobre todo por su valentía para decir “al aire” las
razones de su transformación interior. Al final, el empresario, un fabricante
de hipoclorito de sodio naturalmente vinculado a la problemática de la ropa
blanca, le preguntó si alguna vez se le había ocurrido tener alumnos, dar
clases particulares de planchado para hombres.
William Raffo dejó
escapar una risita nerviosa y dijo que no, que nunca le había pasado por la
mente hacer eso, pero que la idea era muy buena. Es más, le prometió que lo
pensaría seriamente y que, si decidía hacerlo alguna vez, lo llamaría.
Los contactos siguientes
fueron del mismo estilo. Sujetos agobiados por responsabilidades descomunales
que no tenían la menor idea sobre la forma de detener la máquina desbocada de
su mundo interior, se mostraban deslumbrados por el hallazgo de William Raffo y
querían intentar una experiencia similar. Curiosamente, la mayoría de ellos
manifestaban el deseo de hacerlo en secreto, con humildad y discreción, sin que
lo supiesen sus mujeres o sus hijos, ni menos aún los directorios de sus
empresas. Pero también llamaron hombres de escasos recursos, mozos de bares de
la misma condición de William Raffo, maestros de enseñanza primaria, oficiales
de policía, mecánicos, serenos de edificios en construcción, dos escritores y
hasta un chofer de ambulancia que lo había escuchado mientras esperaba a que
los enfermeros bajasen de un quinto piso a una anciana con la cadera desgranada
por la osteoporosis. Entre los mensajes electrónicos se contaba el de un
profesor uruguayo residente en California, que aseguraba que podía lograr que
lo invitasen a dictar una conferencia en la Universidad de Stanford sobre el
tema de las revoluciones interiores en la América Latina del nuevo milenio.
Algo parecido sostuvo un periodista de Radio Nederland, quien luego de iniciar
su mensaje con un “estimado licenciado William Raffo”, fue más lejos todavía al
invitarlo formalmente a viajar a Ámsterdam para hacer un ciclo de conferencias
sobre La historia de la plancha y su influencia en la definición de la
idiosincrasia del hogar. Entre las últimas llamadas, sorprendió la de un
gerente del Hotel Radisson de Montevideo, quien luego de presentarle sus
respetos, lo citó para el día siguiente a las cinco en punto de la tarde, con
la intención de programar una conferencia o un workshop para ejecutivos
nacionales.
- ¡Es la primera vez
que llegamos a los cien mensajes! – dijo Pablo Silva en un tono sardónico que
encubría un refinado despecho que solo identificaron los oyentes aficionados a
la literatura – El próximo programa lo dedicaremos al inventor del lavarropas…
- “Pirincho” se lo
merece… - dijo William Raffo, saliéndole al paso con aprobación.
- ¿Qué es eso?
- “Pirincho” era el
apodo cariñoso con que los argentinos se referían a Augusto Cicarese en la
década del cuarenta…
-¿Quién era
Cicarese? – preguntó con recelo Fonticelli, extrañado de no conocer un
compatriota suyo.
- El inventor del
lavarropas con motor de dos tiempos… - respondió William Raffo.
- Hasta aquí
llegamos, queridos oyentes… - dijo Pablo Silva, haciendo enérgicos ademanes de
cierre al operador al otro lado del vidrio- Será hasta mañana a las veinte
horas, cuando recibamos al autor de Deja vou, el poeta Alberto Etchebarne
Palmer…
6
Mientras buscaba el
pequeño hotel de lujo donde le habían comentado que se hospedaba William Raffo
al final de la avenida que desembocaba en el mar, el Conde Pedro P. Pereira
recordó que los últimos vestigios del mozo-poeta del Almi Bar tal como él lo
había conocido, se habían esfumado luego de aquella memorable reunión de
camaradería ocurrida ocho años atrás en el patio de la pensión Yakarta, al
regreso de la entrevista radial.
Luego de haber
aceptado la gentil invitación de la vieja diva Irene Antuña a usar el baño de
su amigo y cambiado su olor acre e indescifrable, tal vez una mezcla de humo de
madera quemada de cajón de frutas y tinta de diarios viejos, por una agradable
fragancia a la Colonia Lancaster que guardaba su amigo en la mesa de luz,
sintió que era de verdad un Conde.
Pero además, Pedro
P. Pereira sintió que apenas llegó el exultante William Raffo, estaba presenciando
un fenómeno que nadie de los que estaba allí, era capaz de traducir en
palabras.
Aquel hombre guapo y
circunspecto, que hacía recordar a un misterioso palestino del Chuy, llegó sin
aliento al patio de la pensión Yakarta, cruzando con gran estrépito vegetal una
cortina de plantas verdes, con la mirada altiva y la sonrisa sesgada hacia la
oreja derecha de quien se sabe un repentino triunfador deportivo.
Los inquilinos se
pusieron de pie, lo aplaudieron y alabaron su facilidad de palabra durante el
reportaje radial, pronosticándole una etapa de bonanza a partir de aquella
noche, mientras Bimbi Mastretta con los ojos tan desmesuradamente abiertos y
bailantes que parecían intercambiar miradas entre sí, se aproximó a él con los
brazos abiertos y sensibles como si se tratara de su sobrino predilecto,
diciéndole una y otra vez “¡Oh, William, oh dulce William… Qué orgullo para el
país entero, quién iba a imaginar que bajo el saco blanco del humilde mozo que
anda todos los días entre las mesas del Almi Bar con una bandeja de aluminio en
la palma de la mano, se escondía un poeta reconocido in-ter-na-cio-nal-men-te!”
Mientras el
propietario del Almi Bar terminaba con sus aspavientos verbales, la vieja diva
Irene Antuña, para asombro de los presentes, hizo algo que nunca hubiera hecho
en público si no fuera por la media botella de vermut que había bajado ya entre
pecho y espalda: como si estuviese en una isla desierta y sin que nada se
interpusiese en su camino, echó los brazos al cuello de William Raffo y lo besó
largamente en la boca, sentándose luego en un rincón del patio, donde
permaneció un buen rato acurrucada y enfrascada en un profundo mutismo. Algunos
inquilinos la observaron de reojo, preocupados por los espesos nubarrones que
se cernían sobre la pensión Yakarta.
- Supongo que ahora
se irá de esta pensión roñosa…- le dijo ella poco rato después al Conde, en voz
baja y sombría, mientras los demás continuaban bebiendo vermut y devorando las
pascualinas y las tortillas de papas que había hecho Bimbi Mastretta para la
ocasión, dándole a entender que ella no podría seguir a William Raffo a los sitios
adonde, a partir del día siguiente, lo llevaría la vida. Y luego de unos
segundos de reflexión, le preguntó:
- ¿Qué puede hacer
más feliz a un hombre, Pedropé, tener un hijo o descubrir el mundo?
El Conde era
consciente de que al acercarse a él con repentina intimidad para formularle
semejante pregunta, más que el vermut excesivo había influido la fragancia a la
Colonia Lancaster de William Raffo que emanaba de su cuerpo árido luego del
baño reparador que se había dado. De modo que no desaprovechó la oportunidad
para tutearla por primera vez.
- Querida Irene,
cada cosa a su tiempo… Por ahora, usa tus artimañas para evitar que William se
maree y se aleje demasiado…
Agradecida por la
sugerencia, ella se mostró conmovida y se levantó de un salto. A continuación,
haciendo caso omiso de las miradas sorprendidas de los inquilinos, lo tomó de
la mano y mientras lo arrastraba contoneándose hasta la habitación tres, le
dijo que esa misma noche le mostraría algo a William Raffo que ninguna mujer
haría jamás. La vieja diva Irene Antuña se refería a la mejor de sus artimañas,
aquella en la que se había esmerado en representar frente a una multitud de de
tipos desconocidos en las mil y una noches del cabaret El Dado Rojo, pero que
en esta oportunidad, dijo, lo haría a puertas cerradas para un hombre solo.
- Para mi hombre,
para que no se vaya de mi lado - recalcó con grandísimo regocijo en un tono
dulcificado al extremo por el vermut, mientras abría hacia atrás las dos
puertas y lo hacía pasar.
Cuando estuvo en el
interior de la habitación tres, la de ella, el cuarto privilegiado de la
pensión Yakarta, el Conde de Caraguatá Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y
Portal por Precio Proporcional para Personas Pobres, no dio crédito a lo que
apenas veía en aquel ambiente umbrío que olía a incienso.
En el centro de la
habitación de paredes tapizadas con grandes fotografías que mostraban a Irene
Antuña desnuda y con antifaz de leopardo, con muñecas arreboladas vestidas de
primera comunión o de pastoras de cabras o de marineras o de colegialas
colgando hacinadas del respaldo de la cama, todo bajo el resplandor mortecino
de la veladora de la mesa de luz cubierta con un mantón rojo de Manila, allí,
perfectamente centrado en la habitación, frente al Conde, empotrado entre el
techo y el piso de madera, un caño metálico brillaba en la penumbra.
Idéntico al que
había visto años atrás en algún club nocturno de la Ciudad Vieja, Pedro P.
Pereira comprendió de inmediato que aquel era el obsequio secreto que William
Raffo le había hecho a la vieja diva Irene Antuña con lo que había quedado de
los mil dólares del tercer premio del Concurso Latinoamericano de Poesía de La
Serena, Chile.
Ella le indicó por
señas que tomara asiento sobre el baúl apenas visible en las sombras del
rincón. Acto seguido, mientras encendía un radio grabador con la música de la
película “El show debe continuar”, ella se descalzó y comenzó a desnudarse al
otro extremo de la habitación, apartada del centro marcado por el caño de
plata.
Atraídos por la
música espectacular que venía del pasillo, los inquilinos no demoraron en
abandonar el patio, los vasos y la mesa del festejo, atravesaron la selva de
macetas con malvones y cretonas y se agolparon frente a la puerta abierta de
par en par de la habitación tres.
La turbación que la
escena produjo en los presentes no tenía límites. Nadie ignoraba el tipo de
trabajo que había realizado Irene Antuña en sus tiempos de esplendor en el
cabaret El Dado Rojo, tal vez diez o doce años atrás. Pero ninguno de los
presentes, en realidad, por azar o por lo que fuese, había disfrutado alguna
vez de su leyenda.
El Conde se sentía
feliz tanto por haber hallado un sitio de preferencia en aquel baúl apartado en
la penumbra, como por haber sido invitado por ella a un espectáculo de lo más
profano, improvisado por obra del vermut y al margen de las obligaciones de
cualquier tipo que pudiera tener en su historia privada con William Raffo.
Alguien, afuera,
apagó la luz del pasillo para que no hubiese arrepentimientos.
Cuando aquella mujer
sin igual emergió de las sombras con los ojos entornados para abrazarse desnuda
al caño de plata envuelta en música, todos los que pugnaban por encontrar un
sitio en el ruedo formado en la habitación tres, tenían calor. La vieja diva
Irene Antuña apoyó en la base metálica un pie de uñas pintadas, levantó
lentamente la otra pierna flexionada y se impulsó de pronto en un giro rápido y
grácil hasta quedar de frente a los espectadores, dejando el caño de plata
hundido entre sus dos globos nacarados de piel humana. Quedó así un instante,
estática dentro de un rojizo resplandor. La luz tenue y coloreada por el mantón
de Manila que cubría la lámpara al costado de la cama, le daba a sus hombros, a
sus caderas y al muslo de la pierna apoyada como una columna torneada sobre el
piso de madera, una textura de lanas y de espuma, mientras su cuerpo caliente
despedía un olor húmedo, como de algas circulando alrededor durante la marea
baja.
Años después,
emocionado, el Conde juraría que desde el baúl donde estaba sentado, había
sentido en su pescuezo curtido por la intemperie del Parque de los Aliados, el
aliento violeta de la vieja diva Irene Antuña, un aliento de pausada
perseverancia que ignoraba con maravillosa dignidad los años del cuerpo,
arrugas y pliegues de la piel que nadie, en la habitación tres, alcanzó a ver
por más que lo intentara.
Cuando ella volvió a
girar con las manos aferradas en lo alto para ofrecer la planicie de su espalda
bajando sin fin hasta los montes del culo, William Raffo se abrió paso a
empujones entre los espectadores y sin dudarlo un instante la abrazó,
cubriéndole su gracia desmayada, deteniendo las evoluciones para siempre.
Ignorando lo que ocurría detrás, William Raffo no se apartó de ella hasta que
los murmullos se calmaron y desapareció por el pasillo el último de los
espectadores, dejándolos solos en la habitación cerrada.
Acompañado de Bimbi
Mastretta, el Conde salió afuera, abandonó la pensión Yakarta y durante un
trecho caminaron juntos por la calle Durazno, enmudecidos por la ensoñación.
Cuando se separaron
frente al Almi Bar, la noche había caído sobre Montevideo.
7
De lo que ocurrió
después, no es mucho lo que el Conde Pedro P. Pereira pudo reconstruir, pues la
mayor parte de la historia se repartió entre Europa y los Estados Unidos.
Mientras caminaba por la rambla de Pocitos frente a un mar embravecido por el
viento, recordaba que un par de semanas después de aquella noche inolvidable en
la pensión Yakarta, William Raffo respondió a la invitación telefónica que le
habían formulado durante la entrevista en Sopa de Letras y dio su primera
conferencia en el Hotel Radisson para empresarios, periodistas y coquetos
oficiales de la Marina acostumbrados a planchar sus uniformes de gala en alta
mar. El tópico fue Mitos y enigmas en la historia de la plancha, tras lo cual
el ex mozo del Almi Bar obtuvo a cambio sus primeros quinientos dólares por
concepto de honorarios.
Fue la primera vez
en su vida que el Conde Pedro P. Pereira tomaba asiento en la silla tapizada y
mullida de un lujoso Centro de Conferencias, gracias a los buenos oficios de
William Raffo que le permitieron ingresar por una hora a ese mundo desconocido.
Por fortuna aquella
noche de truenos y relámpagos llovía a cántaros, por lo que su desafortunada
apariencia de todos los días se vio casi disimulada con la flamante gabardina
negra de segunda mano, el par de botas de goma y el paraguas que le había obsequiado
su amigo con motivo del premio del Concurso Latinoamericano de Poesía de La
Serena, Chile. Hubiese pasado totalmente desapercibido, de no ser tanto por el
amarillo rabioso de las botas de goma, como por las huellas mojadas que iba
dejando a su paso por el piso encerado, tan groseras como las que hubieran
dejado las ruedas embarradas de un camión del ejército marchando por un salón
de recepciones. Lo cierto fue que aquella conferencia magistral rompió todos
los esquemas conocidos en el Hotel Radisson. Con el aire campechano y el humor
contenido que había adquirido durante los años de “camarero del Almi Bar”,
William Raffo se presentó con decorosa franqueza y comenzó relatando su vínculo
filosófico con el acto de planchar, hasta desembocar en su actual condición
humana y su relación personal con la indumentaria.
“Cerrar el puño
sobre una plancha es tal vez el acto más íntimo de dominio sobre uno mismo”,
dijo en cierto momento, agregando que se atrevería a asegurar que solo el gesto
anacrónico de empuñar una espada, podría equiparársele en potencia a la hora de
tener una genuina sensación de poder, lo que lo llevaba a inferir que la
plancha había sido desde sus orígenes un instrumento masculino.
Para fortalecer su
argumento, William Raffo pidió que disminuyeran la luz del salón y exhibió
algunas diapositivas con estampas de la dinastía Jin en tiempos de Confucio. En
ellas podían verse artefactos del siglo IV semejantes a planchas rudimentarias
provistas de un mango y calentadas por medio de brasas ardientes, sostenidas
por chinos con aspecto de guerreros del Emperador, concentrados en la tarea de
planchar sus prendas antes de la batalla mientras a su lado se mantenía viva
una formidable fogata.
Antes de terminar
con la última diapositiva, agregó que hasta bien entrado el siglo XIX, cuando
apareció el gran Henry W. Seely, “el fuego fue el gran aliado de las planchas
primitivas”.
Uno de los
empresarios aprovechó el silencio al final de la exhibición, para identificarse
como el fabricante de hipoclorito de sodio que lo había llamado durante el
programa de Sopa de Letras y le preguntó de qué manera se había trasladado la
plancha de Oriente a Occidente.
William Raffo
respondió que eran muchos los años de historia que respaldaban a esta obstinada
herramienta doméstica nacida con el único objetivo de presentarle batalla a las
odiosas arrugas, pero que a juzgar por algunos datos encontrados en España, se
inclinaba por la hipótesis de que habría ocurrido alrededor del año 1100
durante la primera Cruzada, cuando los príncipes de Europa arrebataron Tierra
Santa a los sarracenos. De acuerdo a lo que había leído en la Guía del viajero
en Alcalá de Henares escrita en 1882 por Liborio Acosta de la Torre, canónigo
de la Catedral Magistral de Alcalá, se habrían encontrado indicios muy
interesantes en la estructura del enigmático Palacio Laredo de Alcalá de
Henares. En particular dentro del fastuoso Salón de los Reyes, construido con
piedras desmontadas y trasladadas del antiguo castillo de Santorcaz por el
arquitecto Manuel Laredo en el siglo XIX, con la intención de regalarse su
“precioso hotel de capricho”. En ese lugar, dijo William Raffo, las ménsulas
donde se apoyan los nervios del Salón de los Reyes presentan escudos pintados
con un león rampante en oro sobre campo de plata, rememorando la heráldica del
arzobispo Tenorio, constructor del castillo de Santorcaz. En uno de esos
escudos, en el que se homenajea a Godofredo de Bouillon, primer Rey de
Jerusalén y Defensor del Santo Sepulcro, entre los símbolos del espino, la rosa
y la zarza, se ve claramente una plancha de oro de la que brotan pequeñas
llamas, flotando sobre el Santo Sudario recogido por el apóstol Pedro cuando
encontró vacío el sepulcro de Cristo.
William Raffo
aventuró que no era descabellado pensar que el Triángulo Enigmático de la Orden
del Temple, adquiría un nuevo significado si se lo integraba con el Sudario
Sagrado guardado en la catedral de Oviedo, el Santo Grial cuyo misterio está
aún sin resolver y la Plancha Sacra trasladada por los últimos caballeros templarios
al sótano de la pequeña abadía de Bannockburn en la Isla de los Demonios,
próxima a las costas de Terranova, artefacto que solo al Papa se le permitiría
contemplar en caso de que se tomara la molestia de ir hasta allí.
De ser así, el Santo
Grial no habría contenido en su origen el vino ritual como se creía, sino el
agua bendita con que se rociaba el Santo Sudario antes de ser alisado por sus
custodios con la Plancha Sacra.
- Pero estas son
solo anécdotas… - terminó diciendo William Raffo con su aire misterioso de
palestino del Chuy – Detrás está la inmensa espesura de la Historia.
Cuando finalizó la
conferencia y se inclinó ante aquel auditorio con el que había establecido una
química inmediata, fue aplaudido de pie durante un par de minutos. Muchos se aproximaron
a saludarlo, intercambiaron fórmulas de cortesía y comentaron sus novedosas
reflexiones sobre el arte de encontrarse a sí mismo a través de aquel oficio al
que jamás imaginaron como un generador de transformaciones interiores.
El último en abordarlo
fue el Embajador de Francia, un caballero afable que si bien no le escamoteó
simpatía, se mostró agradablemente enigmático al momento de invitarlo a tomar
un café en la Embajada al día siguiente. Al fin, lo dejaron ir.
Con la misma
discreción del principio, el Conde Pedro P. Pereira abandonó el Salón de
Conferencias, atravesó sin ser notado el bullicioso hall de entrada y salió
afuera donde respiró hondo el aire húmedo y frío de la noche.
La lluvia se había
detenido. Poco rato después, apareció William Raffo y empezaron a andar,
abandonándose a las sombras grisáceas y desteñidas que se abalanzaron sobre
ellos.
Tras caminar largo
rato por la calle Durazno en dirección al Almi Bar donde se habían prometido
una cerveza, el Conde escuchó al fin la pregunta que su amigo, desde el mundo
subterráneo de la vanidad, trató infructuosamente de no hacer:
- ¿Cómo estuve,
Pedropé?
- Eso no se
pregunta, se siente… - respondió lacónico el Conde de Caraguatá.
8
Quince días después
de la conferencia, William Raffo desapareció del mapa sin dejar el menor
rastro. Se marchó con su valija, su ropa y sus libros, sin despedirse de nadie
y sin pagar los tres últimos meses de alojamiento en la pensión Yakarta.
La vieja diva Irene
Antuña se sumió en una depresión que no la abandonó por mucho tiempo, hasta que
un año más tarde se enteró por Bimbi Mastretta de que el muy desgraciado se
encontraba en Europa, gracias a la invitación que le había formulado el
embajador francés para ir con todos los gastos del viaje cubiertos por la Embajada,
al pequeño pueblo de Verneuil-en-Bourbonnais, en la región de la Auvernia
francesa, para visitar el Musée du Lavage et du Repassage, el templo más
completo de la plancha que se conoce.
La noticia le había
llegado al propietario del Almi Bar en un sobre con matasello del correo
francés que contenía una carta y una fotografía. La compasión por la amante
abandonada de la pensión Yakarta lo llevó a enseñarle solo la fotografía, en la
que se veía a William Raffo de lentes de sol, sonriendo con una plancha en alto
frente a la fachada de una antigua casa de Verneuil acompañado, según rezaba en
apurada caligrafía, del “ancien Conservateur du Musée Jacques Lebrun y de
Madame Micheline Paillet, Présidente du Musée.”
En la postal no daba
ninguna explicación de la forma reprobable en que se había ido de Montevideo.
Sorteando
abruptamente el cerco de la tristeza y la depresión, la vieja diva Irene Antuña
emitió un chillido de furia que hizo dar un salto atrás al desprevenido Bimbi
Mastretta, al tiempo que tiraba lejos la fotografía.
- ¡Se fue sin mí el
hijo de perra, se fue sin mí! – gritaba agitando los puños mientras daba
vueltas como una tigra hambrienta por el patio de la pensión - ¡No olvides lo
que voy a decir, Bimbi: juro por esta luz que me alumbra, que ese infeliz me
las va a pagar antes del día en que muera puto y solo!
El propietario del
Almi Bar le comentaría más tarde al Conde que a ella le asistía algo de razón,
porque una noche en que Irene Antuña y William Raffo se emborracharon juntos en
el bar, luego de recitar a dúo el poema ¿Y yo qué? para los parroquianos que
desconocían su condición de poeta, él mismo le había escuchado prometer que
algún día la llevaría a París y le haría conocer las intimidades del cabaret
Moulin Rouge, en cuyos depósitos estaban celosamente guardados históricos caños
de plata de vedettes memorables.
En una palabra, el
tipo no debió abandonarla de la forma en que lo hizo, aunque a juzgar por las
primeras noticias llegadas de Europa, la vieja diva Irene Antuña no las hubiese
pasado bien al lado de William Raffo.
En la carta por
demás triste y que por piedad Bimbi Mastretta no le mostró a la regenta de la
pensión Yakarta, William Raffo comentaba que durante una sobremesa tensa de
sinceramientos en su deliciosa casa de Verneuil, Monsieur Lebrun le había
recriminado haber hecho aquel comentario temerario de que la plancha era un
instrumento masculino por excelencia y que él había apoyado con las estampas de
los guerreros chinos durante la conferencia del Hotel Radisson de Montevideo.
Para convencerlo de que no era así o por lo menos para que le concediese el
beneficio de la duda, Monsieur Lebrun le sugirió viajar a los Estados Unidos y
visitar algún día el Museo de las Bellas Artes de la ciudad de Boston, donde se
conserva una pintura sobre seda denominada Mujeres que preparan la seda,
realizada por el Emperador chino Hui Tsung en el año 1122. Al contrario de lo
que él había afirmado, en esa pintura podía verse a mujeres asiáticas
utilizando para alisar la toga imperial, una especie de cacerola con mango de
bronce y repleta de brasas, decorada con símbolos de larga vida y felicidad.
A continuación,
William Raffo confesaba avergonzado que más confuso aún había quedado cuando
Monsieur Lebrun, tras cuestionarle su sonada hipótesis sobre el pasaje de la
plancha de Oriente a Occidente a través de los templarios de Jerusalén, se
levantó de la mesa ante la mirada silenciosa de Madame Paillet y se detuvo
frente a una pequeña vitrina que exhibía un tosco objeto de hierro crudo, de
edad indefinible.
“Nada se sabe del
tal pasaje de Oriente a Occidente. Absolutamente nada, mesié Raffó”, le había
dicho el francés, “¿Qué diría usted si yo le dijese que es posible que hubiese
ocurrido exactamente a la inversa o, por lo menos, factible de que se tratase
de fenómenos simultáneos?... ¿Eh?... ”
Según lo que William
Raffo relataba en la carta, el hombre sacó de la vitrina aquel objeto de hierro
y luego de mostrárselo sin permitir que lo tocara, le dijo que varios siglos
antes de las Cruzadas, Julio César lo había atesorado como un trofeo de la
conquista de las Galias. Aquel artefacto no era otra cosa que la plancha del
caudillo galo Vercingetórix, quien tras ser derrotado junto a sus hombres
teñidos de azul para parecer más feroces, fue llevado a Roma y ejecutado luego
de seis años de cautiverio. Cuando bajaron su cadáver de la rueda de la muerte
donde fue exhibido ante la chusma romana, de su cintura aun colgaba, atado con
un tiento de cuero, aquel elemento de hierro con el que acostumbraba a quitar
las arrugas a su tosca vestimenta.
Al final, William
Raffo le relataba a Bimbi Mastretta que en el remoto pueblo de Verneuil, había
pasado la humillación más grande de su vida.
Luego de volver la
plancha de Vercingetórix a su sitio, Monsieur Lebrun no volvió a la mesa. Se
quedó de pie, al lado de la vitrina, mirándolo a los ojos. Al fin, con la
típica voz áspera y cansina de un campesino de la Auvernia, le dijo: “Disfrute
de su fama mientras pueda, mesié Raffó. Yo no diré a nadie que usted es un
farsante. Ahora, váyase del pueblo. Y si es posible, también de Francia.”
Acto seguido, justo
cuando el reloj cucú anunció la medianoche, Monsieur Lebrun lo tomó de un codo,
lo condujo hasta la puerta y lo dejó solo en medio de la vereda oscura de aquel
pueblo desconocido.
Pocos días después
de aquel episodio, con el pretexto de que el ambiente francófilo le resultaba
asfixiante, William Raffo se marchó a Italia, donde repartió su estadía entre
charlas con estudiantes universitarios en Bologna y cursos para empresarios de
la moda masculina en Milán, que lo iniciaron a una pequeña pero suculenta fortuna.
De aquella
experiencia Bimbi Mastretta guardaba una lujosa fotografía en la que se veía un
grupo de apuestos ejecutivos italianos que lucían sus torsos desnudos, mientras
se aprestaban a planchar sus propias camisas. Se les veía de pie, cada uno al
lado de su mesa de planchar, como pilotos de Fórmula Uno empuñando modelos
exclusivos de planchas Rowenta Perfect, Polti Vaporella, Bosch TDA, Siemens TB
y hasta una Solac compacta como la que había soñado el mozo del Almi Bar por
los tiempos de la pensión Yakarta. Frente a ellos, un William Raffo de piel
tostada por el verano europeo, con una camisa blanca desabrochada que dejaba
ver una fina cadena con una diminuta plancha de oro colgando sobre el pecho,
sonreía para el fotógrafo.
- Se va a volver
puto nomás, como decía Irene… - dijo el Conde, asombrado de las
transformaciones de su amigo.
Luego de aquella
fotografía enviada desde Torino, no fue mucho más lo que se supo de William
Raffo durante los años siguientes. En una entrevista de dos páginas en la
revista Vogue titulada William Raffo: Un triunfador entre las arrugas de la
existencia y el hobby de planchar, el Gran Alisador de Arrugas anunciaba una
gira por los Estados Unidos invitado por una mujer desconocida, que tenía la
obsesión de apartar por un mes a su amigo Bill Gates del limitado mundo de la
cibernética, para introducirlo en su propio e insondable mundo interior a
través del arte de planchar.
- William no está
bien… - dijo con preocupación el Conde Pedro P. Pereira, mientras miraba
acodado en la barra del bar las fotografías del reportaje.
- Es verdad… -
respondió anonadado Bimbi Mastretta, al reparar en las canas, las arrugas de la
frente y unas preocupantes bolsas oscuras bajo los ojos de William Raffo – En
esos ambientes de frivolidad, el que no se vuelve loco es cantor.
Meses más tarde, en
la extensa y última carta procedente de Nueva York, William Raffo le escribió a
Bimbi Mastretta que efectivamente no se sentía bien. Se alimentaba a
salchichón, vivía tendido boca arriba con los ojos abiertos en la oscuridad y
tenía miedo de morirse solo como un perro en el hotel piojoso del Bronx donde
había decidido esconderse del séquito de alcahuetes hispanos que lo rodeaban
sin darle tregua alguna y que, para colmo, querían aprender a planchar gratis.
En realidad, le seguía confesando a Bimbi Mastretta, había empezado a
cuestionar seriamente sus caminos hacia aquella engañosa transformación
interior que, al fin de cuentas, lo estaba arrastrando literalmente por el
mundo con una plancha en la mano sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
“Apenas si logré
sacar fuerzas de flaqueza para negarme al pedido de la mujer desconocida que
solicitaba asistencia para Bill Gates”, escribió William Raffo, agregando que
entre todas las invitaciones desechadas, “había desoído hasta los ruegos de un
general de Dakota del Norte para que le planchara su flamante uniforme de
fajina, antes de ser destinado a Irak.”
Nada le satisfacía,
nada le motivaba. Ni siquiera tenía deseos de tomarse un tren hasta Boston para
observar la pintura del emperador Hui Tsung sobre las mujeres chinas que
planchaban seda, como le había sugerido años atrás Monsieur Jacques Lebrun en
su museo de Verneuil. Es más, a esa altura de su vida le importaba un carajo la
validez o no de sus hipótesis sobre la masculinidad del cuestionable artefacto
doméstico.
La carta finalizaba
con su decisión de abandonar Nueva York y volver a Montevideo lo más pronto
posible. “Ayer por la tarde fui caminando hasta el cementerio de Green
Wood para visitar la tumba de Henry W. Seely, el inventor de la plancha
eléctrica. Allí, por primera vez en mi vida, me arrodillé a rezar por mí.
Cuando terminé, le manifesté a Henry mi admiración por su resistencia a los
choques eléctricos, su coherencia y su compromiso con la vida, aunque fuese a
través de un objeto tan estúpido como la plancha. Y luego de dejar mi Solac CVG
9800 sobre su tumba, me fui del apacible lugar un poco más aliviado. Así sea lo
último que haga, querido Bimbi, volveré a Montevideo al barrio Palermo que me
vio nacer”, terminaba diciendo William Raffo.
Cuando Bimbi
Mastretta al otro lado del mostrador terminó de leer el último párrafo con voz
quebrada por la emoción, escondió el rostro entre los brazos afirmados sobre el
mármol y lloró en silencio.
Incómodo por la
situación, el Conde Pedro P. Pereira vació de un trago su ginebra y luego miró
con discreción hacia los parroquianos de las mesas del bar, reprimiendo el
extraño deseo de infundirle ánimo con una caricia en la cabeza.
- No te pongas así,
Mastretta… - fue lo único que atinó a decir.
9
Era de noche y la
luna llena se había levantado sobre el mar, cuando el Conde encontró a William
Raffo hospedado en el Hotel Florio, frente a la plaza Gomensoro y a una cuadra
de la costa.
El conserje
pelirrojo y de corbatín negro estaba limpiando el pequeño cañaveral que
ocultaba los sillones floreados del hall, cuando lo vio entrar. Sin dudarlo
detuvo la tarea y con expresión severa le dijo que se retirara de inmediato.
- No vengo a pedir
nada… - se ofuscó el Conde, a sabiendas de que su aspecto de vagabundo había
inspirado la hostilidad del otro - Quiero ver al señor William Raffo.
- Siempre y cuando
él lo quiera ver a usted… - dijo el pelirrojo pasando a su lado como un viento
y ocultándose en el rincón de la recepción donde tenía el teléfono. El Conde
detectó el olor agrio de los que se visten bien por obligación, pero no tienen
una relación cordial con el jabón.
El conserje asomó su
cabeza de zanahoria, le anunció que ya bajaba y se volvió a ocultar.
William Raffo no lo
hizo esperar mucho. Cuando apareció, el Conde tuvo que hacer un esfuerzo para
reconstruir su imagen. Su paso se había vuelto inseguro, había enflaquecido
peligrosamente y sus mejillas parecían secas y ajadas. Se acercó sin decir
palabra hasta donde estaba el Conde que no había abandonado su lugar cerca de
la puerta y lo abrazó con un vigor algo exagerado. El Conde notó que su amigo
olía bien. Muy bien. Givenchy.
Cuando se separó
para mirarlo de arriba abajo, William Raffo pareció recuperar aquella lejana
sonrisa juvenil de palestino del Chuy, aunque sus ojos denunciaban la profunda
y apagada tristeza del hombre que ha visto morir su última ambición.
- ¡Pedropé, querido!
– exclamó con el paternalismo de otros tiempos, mientras lo tomaba por los
hombros - ¡Qué alegría!
- A mi también me da
alegría verte… - dijo el Conde, observando que el antiguo mozo del Almi Bar
lucía un traje color arena tan arrugado, que cualquiera hubiera asegurado que
había dormido vestido tres días seguidos.
William Raffo
acentuó la sonrisa y le aclaró la extrañeza, mientras se abría la chaqueta como
un viejo modelo de pasarela de modas.
- Es de lino y el
lino no se plancha…- dijo, volviendo a repetir que le daba mucha alegría verlo
igual que la última vez.
- A mí también me da
alegría verte… Pero vengo a comunicarte algo importante: tienes que pagarle los
tres meses de alquiler que le debes a Irene Antuña.
Al escuchar lo que
había dicho el Conde, no se ofendió ni denotó molestia alguna. Por el
contrario, luego de observar las palmeras de la plaza agitadas por el viento,
dijo con voz apagada que deseaba ir en ese mismo instante hasta la pensión
Yakarta, arreglar lo que hubiese que arreglar y quedar en paz con la vida.
Sin decir más, William
Raffo volvió a su habitación, recogió su maleta, pagó la cuenta del hotel y lo
invitó a que lo acompañara en un taxi hasta la pensión Yakarta.
Durante el trayecto
el Conde dejó de mirar la luna llena levantándose sobre los edificios y lo
observó de reojo, atraído por la forma en que su amigo había dejado caer el
mentón sobre el pecho y cerrado los ojos.
- ¿Está muy vieja
ella? – preguntó de pronto, irguiendo la cabeza.
El Conde Pedro P.
Pereira sonrió con picardía, en el preciso instante en que habían llegado a
destino.
- Los viernes de
noche hace para nosotros un espectáculo caliente en el caño de plata. Y hoy es
viernes…- dijo mientras se bajaban del taxi.
Mientras William
Raffo permanecía inmóvil en medio de la vereda con la maleta en la mano, un
poco encorvado en su traje claro de otoño, el Conde golpeó tres veces con la
pequeña mano de bronce que pendía de la puerta de la pensión Yakarta.
Cuando al fin se
abrió con un chirrido vibrante del pasador, la vieja diva Irene Antuña apareció
enmarcada en el zaguán y se quedó paralizada por la sorpresa, abriendo con
desmesura su boca pintada de rojo como un as de corazones.
El Conde le guiñó un
ojo con intención conciliadora, rogándole sin palabras que fuera buena con la
oveja descarriada que tenía detrás y se dispuso a irse lejos de allí, tal vez a
la fraternidad sin fin del Parque de los Aliados.
De pronto, ella
recobró su compostura, afirmó los puños sobre el ancho cinturón de charol negro
que ceñía su cintura y observó con ojos de fuego al hombre desaliñado y
retraído que esperaba en la vereda.
- ¡Mira quién está
aquí! – dijo ella con una fuerte carga histriónica, al tiempo que daba un paso
atrás - ¡Pero mira quién está aquí! Y ahora… William Raffo… ¿Cuál es tu hobby?
Después de observar
con melancolía la figura del Conde silbando el tango Volver mientras se alejaba
por la calle Durazno buscando en lo alto las resplandecientes regiones de la
luna, William Raffo movió la cabeza a un lado y otro y miró largamente a los
ojos a la vieja diva Irene Antuña, exhibiéndole a la luz del zaguán las arrugas
de su frente.
- La poesía… - dijo.
----------------
Mario Delgado Aparaín, Las arrugas de la existencia y otros cuentos, Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2011.